Bolchevismo mexicano

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Tras cuarenta años de domesticar la influencia bolchevique, en 1959 la Revolución mexicana se enfrentó con un hecho nuevo e inesperado: el triunfo del bolchevismo en América Latina. Pero si en ámbitos intelectuales y académicos Castro y el Che compitieron exitosamente con Villa y Zapata, en la arena política persistió el viejo estado de cosas: la Revolución mexicana domesticando a la rusa. El arreglo funcionó hasta el fin de la URSS, pero con las revoluciones uno nunca sabe. Su espíritu reaparece donde uno menos lo espera.

Hábilmente, al abstenerse de condenar a Castro y expulsar a Cuba de la OEA en 1962, el régimen del PRI se convirtió en el mediador tácito entre los Estados Unidos y Cuba, el gobierno “tapón” que a cambio de sostener una retórica nacionalista protegería a toda Norteamérica del comunismo. El compromiso fue claro: México -de cuyas costas había salido la expedición castrista en 1956- defendería diplomáticamente a Cuba de los Estados Unidos, a cambio de que no hubiese guerrilla. Si bien la hubo en los años setenta, su dimensión e impacto fueron considerablemente menores que en Centroamérica.

En los años setenta (y por tres décadas más) el marxismo en todas sus variantes se convirtió en la vulgata de las universidades públicas mexicanas. Sin embargo, los gobiernos del PRI no se inmutaron: el PCM (legalizado en 1978) obtuvo apenas el 5 por ciento de los votos en las elecciones de 1979. De poco valió el esfuerzo de modernización de los comunistas mexicanos para tomar distancia del bloque soviético e ir más allá de los votantes universitarios. En 1981, el PCM llegó al extremo de autodisolverse, con la esperanza de tender puentes con otras formaciones de izquierda, ligadas a las universidades públicas. El PRI -se decía en broma por aquellos años- no necesitaba formar a sus jóvenes militantes porque contaba con el Partido Comunista del cual salían algunos de los cuadros que renovaban a una élite gobernante donde ser socio de Washington, estalinista convencido y vociferante antiimperialista no era una contradicción.


Nuestra Revolución, con su ecléctico nacionalismo, logró que México fuese uno de los pocos países del mundo donde los trotskistas tenían presencia oficial en el Congreso. Una política internacional amiga del Pacto de Varsovia (y de su marioneta, el Movimiento de los No Alineados) permitía al PRI ejercer la mano dura contra la izquierda mexicana, como ocurrió en 1968 o durante los años setenta, cuando guerrillas urbanas de inspiración maoísta o guevarista fueron cruentamente reprimidas ante la indiferencia de La Habana y Moscú. Cuando a los guerrilleros mexicanos se les ocurría secuestrar aviones rumbo a Cuba, el régimen de Castro los repatriaba de inmediato o los recluía bajo condiciones penosas.

El cuadro comenzó a cambiar en 1988, cuando el ala izquierda del PRI abandonó el partido. Los partidos de la vieja izquierda alojaron a los disidentes en su sede, les cedieron su registro y postularon a Cuauhtémoc Cárdenas a la presidencia. Solo un fraude electoral impidió su triunfo, pero, en vez de tomar las armas, en 1989 Cárdenas discurrió un cambio que ni siquiera su padre había vislumbrado: la unión de toda la izquierda en el Partido de la Revolución Democrática.

Desde el año 2000, tras el desvanecimiento del Subcomandante Marcos (guerrillero inspirado en el Che Guevara que trocó la bandera marxista por un ideario indigenista), López Obrador se convirtió en el caudillo populista de la izquierda mexicana. En 2006 contendió por la presidencia, estuvo a unas décimas de ganar el poder y acusó al gobierno de haberlo defraudado. Significativamente, en su cuarto de guerra no quedaba ningún comunista y sí muchos priistas de los años setenta, ochenta y noventa. Una vez más, la Revolución mexicana había devorado a la Revolución rusa.

Curiosamente, López Obrador, cuya calificación como hombre de izquierda es problemática dado su conservadurismo en temas de género y su nulo aprendizaje democrático, es un involuntario leninista. Con vistas a las elecciones de 2018, abandonó el PRD para construir, junto a la extrema izquierda que le es adicta y oportunistas de todos los colores, un partido personal donde, a semejanza del partido bolchevique soñado por Lenin, solo manda él y solo él decide quiénes son aptos para purificar a México de todos sus males. Paradójicamente, es posible que la Revolución rusa llegue a México exactamente un siglo después y lo haga, una vez más, bajo el manto de la Revolución mexicana.

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