Brasil, La Democracia Bajo Ataque

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Brasil está en ascuas por el juicio de las urnas y el mundo también. El posible regreso de los militares al poder -vía el voto popular- dotaría de legitimidad a la incivilidad política y al retroceso de las libertades fundamentales en un momento donde las propuestas irracionales, violentas y ofensivas ganan adeptos en el teatro de la política internacional, pero ¿qué está sucediendo al interior del gigante sudamericano que pone a temblar la democracia latinoamericana y favorece el auge de las fuerzas nacionalistas, autoritarias y disgregadoras de la globalización al tiempo de abrirle la puerta al músculo fascista?

Bajo la reconfiguración de un mundo multipolar, Brasil toma relevancia como un nodo geopolítico especial. Se trata de la cuarta democracia más grande del mundo después de India, Estados Unidos e Indonesia, la primera economía de América Latina y un país integrante del G20 y del grupo BRICS, aunado a su aspiración de convertirse en miembro permanente del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a propósito de influenciar de manera directa la toma de decisiones a nivel internacional.

Precisamente, la llamada nación – continente no escapa del desencanto mundial que se ha producido con la fe democrática y la ola de liderazgos antisistémicos que repudian el estatus-quo y la política tradicional.


Bajo este grito, surge Jair Bolsonaro del Partido Social Liberal (PSL), el llamado Trump brasileño que consiguió más del 46% del voto en la primera vuelta electoral y 52 diputados de 513 en disputa, que de resultar ganador tendría que lidiar con una alta fragmentación del Congreso y un desprestigio del sistema político.

El exmilitar que ha escandalizado al mundo entero por sus posiciones sexistas, homofóbicas y supremacistas, la figura que le da cabida natural a la dictadura militar, a los atropellos como la tortura y el fusilamiento, al uso de las armas de fuego y al pensamiento ultraconservador que con nostalgia busca regresar a los parámetros del orden y eficacia militar traduciendo la crisis política mayúscula en réditos electorales.

El desacomodo político de Brasil tuvo como punto de inflexión la destitución de la expresidenta Dilma Rousseff y la llegada de Michel Temer, el actual presidente que no pasó por el mandato de las urnas y que se despide del Palacio de Planalto con el 4% de popularidad, el índice más bajo desde que Brasil regresó a la democracia en 1985.

Aunado a la máxima polarización entre las distintas fuerzas del péndulo público se impidió que el expresidente Lula da Silva -el político más popular de Brasil- quien contaba con una intención del voto del 39% figurara en la boleta electoral, tras haber sido condenado con 12 años de prisión por corrupción pasiva y lavado de dinero.

Con Lula da Silva fuera de la contienda se le apostó a Fernando Haddad, el exalcalde de Sao Paulo y miembro del Partido de los Trabajadores (PT), quien pasó al balotaje con el 26% del voto, gracias al caudal del segmento progresista, pero que resulta insuficiente para otorgarle la victoria, por lo que está obligado a recorrerse al centro del espectro político para seducir las simpatías de los moderados, indecisos, el voto nulo y blanco que alcanzó los 10 millones (la cuarta fuerza electoral) y los respaldos que favorecieron a Ciro Gomes del Partido Democrático Laborista (PDT) al acreditar un tercer lugar con el 12.47% de los votos.

Las elecciones en Brasil, las más inciertas de su historia, han polarizado profundamente a la sociedad. Se trata de una cita electoral inédita porque el poder judicial se convirtió en el mayor decisor en la composición de la boleta electoral al tiempo que los dos candidatos principales –Bolsonaro y Haddad- mantienen investigaciones abiertas con la justicia brasileña.

El odio destilado en esta campaña quedó comprobado no solo cuando Bolsonaro sufrió un ataque con violencia que lo dejó hospitalizado tres semanas, sino cuando en el balotaje se presentaran las dos opciones más extremas del péndulo político nublando la justa medianía ideológica. Si bien en la primera vuelta electoral no hubo cabida para el centro político, en la nueva cita electoral resulta decisivo atraer simpatías más contenidas frente al radicalismo que levantó un nivel muy alto de rechazo del electorado.

Frente a la ola anti-Bolsonaro que han acreditado las mujeres, quienes representan el 52.3% de la población, se alza otro gran protagonista de esta justa electoral: el voto evangélico que ha sido definitorio en la matemática política en Chile, Costa Rica, Colombia y México, entre otros países de América Latina.

Destaca que en estos países, el voto evangélico enfocado en los valores tradicionales de la familia, se haya manifestado por la causa anticorrupción, el flagelo que carcome la vida política e institucional brasileña, que con la compra de votos y el reparto de favores pactan la anhelada gobernanza política, cuando ningún partido ha conquistado la mayoría absoluta desde el regreso de la democracia.

En efecto, la corrupción se ha convertido en la tela adhesiva de la ola de complicidades e intrigas que envuelven a la élite política y económica y que enarbola el sentimiento de rabia social y antisistema, un atributo que bien ha sabido capitalizar Jair Bolsonaro, el admirador profundo de Donald Trump y la figura que utilizó los servicios de asesoría de Steve Bannon. El hoy cuasipresidente de Brasil que ha amenazado con salirse de la ONU y trasladar la embajada de Brasil en Israel de Tel Aviv hacia Jerusalén.

Con este proceso electoral, Brasil pone al desnudo su frágil compromiso con la democracia y su historia política accidentada por el peso de los militares, las dictaduras, los golpes de Estado, las destituciones presidenciales y los juicios políticos que hoy se llenan de oxígeno en un mundo menos liberal, menos abierto, menos próspero y menos solidario.

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