Jasmin había viajado desde Armenia hasta Rusia, huyendo de la pobreza de posguerra en los países comunistas, y de allí a Israel a través de la Agencia Judía.
Llevaba una hija en brazos, Elinor, quien se convertiría en una hermosa joven Israelí, una tuna, una rebelde sin causa.
La Agencia Judía la mando a vivir en Natania con su hija en brazos y su marido alcohólico.
Yo había regresado en Teshuva, hasta que decidí dejar Jerusalén y explorar el resto del país. Primero fui a un Kibbutz en Yavne, luego a Eilat donde me convertí en buceador, y finalmente a Tel Aviv.
En todo el proceso fui un Homeless. A partir de que deje Jerusalén me convertí en Homeless.
En Tel Aviv viví -cuando así lo podía- en un pequeño hostalcito multicolor, intente vender pinturas de veloz impresión al óleo en las calles, y aproveche para acercarme al mar, lo que me hacia falta.
Estaba en busca de otros homeless para ayudarlos a rehabilitar sus vidas.
Cuando recordé a Natania. Allí había vivido mi hermana Rosi con su marido Jaim, y había sido una experiencia positiva.
Decidí dejar Tel Aviv y sus brazos calidos, y me aventure a Natania, 25 kilometros al norte, en la costa.
Llegue allí, sin casa, idioma, trabajo, dinero, idiosincrasia, y sobre todo sin saber que hacer.
Fui a visitar la colonia en la que había vivido mi hermana, quien ya se había mudado más al norte a un pueblito llamado Kakur.
Mi hermana ya no vivía allí, y no tenia donde pasar la noche, era viernes en la noche. Me acosté sobre una banca, mientras escuchaba de las ventanas de las casas como familias Israelíes celebraban el shabat con cantos y cenas extravagantes. Realmente hubiese deseado que alguien me invitara a pasar la velada con ellos.
En ello se acerco un joven prieto, ¡milagro!, pensé que se acercaba para invitarme a su casa, pero la realidad en Israel -país que a penas conocía como ciudadano- era distinta de lo que pensé. El joven prieto llego a amenazarme que invitaría a la policía si no me iba de allí, pensó que yo podría ser un árabe merodeando el barrio. El hecho de que le hable en hebreo y le explique que soy un inmigrante de México no cambio las cosas, me dio un ultimátum.
Tome mi cobija, y con una moneda tome un autobús hacia el centro de la ciudad, quizás allí habría un lugar donde dormir.
Finalmente tuve que hacer una cama de arena en la playa junto con una familia religiosa, y pasamos la noche del shabat observando las estrellas.
Le hable por teléfono a mi hermana y le explique la situación, no tenia dinero ni lugar donde quedarme, deseaba hablar con un psicólogo urgentemente.
Jasmin era una victima de su marido, – ¿en nuestros tiempos quien no lo es?-. El marido, un alcohólico loco la golpeaba. En lo tanto, nació su segunda hija de tan fallido matrimonio: Ilona.
Con dos hijas y sin estabilidad alguna dejo la casa del marido, y fue a vivir a la calle.
Llego la fiesta de Purim, la Agencia Judía le había regalado un Tanaj (Biblia) y leyó acerca de la reina Esther. La reina Esther había ayunado tres días, y con ello había salvado al pueblo judío.
Decidió ayunar también los tres días, pero cometió un error, tampoco le dio de comer a sus pequeñas hijas en tres días, por lo que el Ministerio de Asuntos Sociales tuvo que intervenir.
El dictamen fue cruel, le quitarían a sus hijas de forma definitiva. No puedo imaginar una violencia mayor que aquella.
Llamaron a su mama en Armenia, Kima, y le dijeron que si no venia tendrían que dar a las hijas a una familia adoptiva. Y he aquí el heroísmo Kima -actualmente mi suegra- tomo un avión, dejo todo atrás, y rento un departamento en el centro de Natania, salvando así a las niñas.
La suerte de Jasmin no fue la misma, se la llevaron a un hospital psiquiátrico para hacerle una examinación, y tras un interrogatorio, sellaron en los documentos que padecía de la enfermedad conocida como esquizofrenia.
Rosi decidió llevarme a una estación de salud mental y allí nos pidieron que fuéramos a Pardesia, el Hospital de Salud Mental Lev Hasharon.
Llegue allí y conté mi historia, me había separado de Maian drásticamente, sufría de una explosión en el sistema nervioso a causa de las drogas que había ingerido en mi etapa universitaria. Y todo ello me llevo a una profunda disfunción.
Si, ¡yo escuchaba voces!, especialmente la voz del Rabino Daniel Karpuj, quien había sido mi maestro en Jerusalén. También me sentía perseguido por un demonio, un joven alargado como una sombra con quien Maian se había acostado siendo nosotros novios.
Me aceptaron en el hospital, y este se convirtió en mi nuevo hogar, comida apetitosa y cobijas calientes, y sobre todo la entrada a la sociedad Israelí.
Todo esto cambio cuando vi a Jasmin, vestida en piyamas del hospital, al verla vi la luz, vi el amor.
Se sentó a mi lado en el patio del centro a beber te, y al contarme su historia, -ambos teníamos un mal hebreo, pero era nuestra única forma de comunicación- comprendí que yo estaba de su lado, yo deseaba ayudarla, y entregarme por completo para salvarla.
A menuda ella lloraba y yo la reconfortaba. Ella me traía frutas -naranjas o plátanos y pan con mermelada y te tras mis siestas de mediodía. Nos habíamos encontrado, y éramos como un sol creciente.
Era tiempo de compasión, y lagrimas de alegría y belleza.
Pasamos horas en el salón de Terapia, dibujando, escuchando música, escribiendo, tejiendo, y dispersándonos en las amenas conversaciones de todos los pacientes y sus ricas y compasivas personalidades.
No había allí nadie peligroso, solamente gente que había sufrido y su vida se había desarraigado, personas expulsadas de sus propias emociones o del sol en sus familias.
El hospital psiquiátrico era un lugar de amor, y la doctora Sifris era un sol que nos abrazaba a todos por igual como si fuéramos sus hijos.
La comida era bastante buena, y la experiencia era como volver a las comunas en las épocas de los ideales sociales y humanos.
Cada uno hablaba de su enfermedad como si se tratara de un libro, un best-seller. Entre líneas había amargura y dulzura, dolor y reconciliación. Todos teníamos algo en común, todos buscábamos la paz interior.
Decidí que me casaría con la primera mujer que me contestara “si”, pues ya había cruzado un mar de hermosas mujeres en mi vida que no buscaban crear una familia.
Yo deseaba una familia, alguien a quien abrazar, un hogar que compartir, una cocina común, una mujer a quien amar, e hijos en quien amar a la trascendencia. Lo deseaba más que todo, más que nada: hijos para amar.
Encontré el camino al pasillo central, nos sentamos juntos, y tras semanas de conocernos, se lo pregunte, ¿quieres casarte conmigo?
Jasmin se estaba divorciando de su marido, quien posteriormente moriría.
Le dije a Jasmin que yo la ayudaría a recuperar a sus hijas, y una luz de esperanza asomo por su rostro.
Todos solían cantar a su alrededor una canción Israelí, no muy conocida:
“…Jasmin, mi Jasmin, como una flor que se abre, Jasmin, mi Jasmin, yo te amo…”
Le conté la historia al viejo, pero el viejo estaba ocupado contando sus monedas.
-Ya nada más faltan veinticinco centavos para juntar diez trillones de dólares. Anda, y consígueme una tarjeta del teléfono.
-¿Del teléfono?
-¡No!, del teléfono, ¿qué no sabes que es el teléfono? Es un código secreto… quien obtiene el código obtiene todo lo que desea, la fuente de la eterna juventud.
El viejo me mando a buscar un código secreto llamado secretamente teléfono, y me dijo que lo iba a hallar en el fondo del mar.
-¡Tienes que ir al mar, allí están todos los secretos ocultos! No te olvides de traerme un par de pescados para mi abuelo.
Eso me recordó que Jasmin y yo habíamos hecho un dibujo en el salón de terapia -un dibujo bastante importante porque lo recordamos hasta el día de hoy como símbolo de nuestro lazo- Ella y yo en un bote en el mar, lanzando una cuerda hacia el fondo, en el fondo un tesoro que debíamos de rescatar, quizás nuestras propias barcas, quizás nuestro amor perdido, quizás nuestra fragilidad y dignidad.
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