Carta a mamá en un día como cualquier otro

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Te imagino en una esquina del comedor frente al ventanal que da a la calle, viendo el fluir del tráfico que irrumpe la tranquilidad de esa cuadra, la nuestra, la que nadie conoce por su nombre y sólo identifica cuando especificamos que está entre las avenidas Ámsterdam y Nuevo León. Y a veces, muchas veces, es necesario indicar que es la continuación de Vicente Suárez, la calle por supuesto. Te parecen largos los días, me quieres decir, como si sólo esperaras que sonara el timbre del interfono que anuncie la inesperada visita de algún familiar o conocido que interrumpa la monotonía que ha descendido sobre el espacio que habitas. Todos tan ensimismados – pienso- en sus verdaderas e inventadas ocupaciones que no tienen minutos libres para ir a saludarte. Eso dicen, como para darse mayor importancia de la que debemos concederles. No creas que me exprese así por enojo; no, qué va. Al contrario, qué derecho tengo yo de exigirle a otros que te cuiden y mimen como te mereces mientras yo estoy aquí, pendida del hilo telefónico, haciendo malabares para que tus días sean confortables y los míos, los míos… Pero qué le vamos a hacer sino seguir hasta que Dios mande, como tú dices, con ese dejo que a mí me parece de resignación pero que en el fondo sé es el acatamiento de los designios de alguien que anda por ahí, tentando nuestra fuerza de voluntad (y más la tuya) para ver cuánto aguantamos (y más tú) antes de apartarnos del buen camino y de dejar de obedecer las reglas de un juego que no iniciamos y del cual somos partícipes sin quererlo ser. A seguir adelante pues, no hay de otra porque la otra opción, sí señor, como diría papi al quien ahora te das cuenta tanto extrañas, sería terrible para todos. ¿Y si suena el timbre que anuncia una visita y no al indigente que arregla cortinas y persianas, y de quien nunca hemos solicitado sus servicios por temor a que sea un ladrón callejero? Te pondrás contenta y sonreirás sin reproches para que nadie sepa que te sentías olvidada. Al contrario, dirás qué bueno que viniste a saludar, qué alegría me da, ¿qué te ofrezco? que necesitas hacer una llamada, que pasar un momentito al baño, que se te hace tarde para la cita con…

Calculo la diferencia de horario y procuro llamar cuando es la hora de la comida y estás sola en ese espacio temporal donde se fija la memoria de otros aconteceres y extrañas a papi como nunca pensaste lo echarías de menos. Tú, tan acostumbrada a tomar decisiones durante las largas ausencias que su empleo de vendedor viajero impuso al resto de la familia, ahora esperas a que otros decidan a qué hora te servirán la comida. Miras el reloj pulsera que te regalé para cerciorarte que aún puedes leer sin dificultad los números de la carátula, demasiado grande para tu muñeca izquierda y ahora más delgada. Piensas que ya es la hora de comer. En cualquier momento va a llegar la doña y abrirá la puerta de entrada con la llave que le dimos para que no tengas que levantarte e ir lentamente hacia la puerta, apoyada en el bastón que era de papi a preguntar quién es. Mientras la doña calienta la piernita de pollo y pela la papa que comerás aunque no tengas hambre, porque hay que comer, -como dices siempre- y ocupará esa hora en contarte sus cuitas, que son muchas pero no más que las tuyas, las que no compartes con nadie para no molestar. Te entretienes en escucharla y todos pensamos, quizá para ocultar nuestra vergüenza, que es una suerte que pueda atenderte porque nosotros no podemos hacerlo ni estar ahí, ahora que nos necesitas y te has quedado solita, pensando en la intimidad que no quieres ser carga de nadie. Te sientas a la mesa a comer y la doña te arrima el teléfono para que esté a tu alcance por si alguien llama o, tal vez, para sosiego de todos, pero sobre todo para saberte aún en control de lo que pudiera ofrecerse mientras ella baja a la planta de servicio a seguir con sus diligencias, y en lo que regresa a levantar la cocina y hacerte compañía como debe ser. Tienes la certeza que el teléfono sonará en cualquier instante pues sabes que siempre procuro llamar cuando estás ahí, pensativa y sumida en los recuerdos que cuelgan de las paredes grisáceas por el polvo que los años, los mismos que llevas en ese cuarto piso, han acumulado. Y cuando oyes el rin rin, soy yo la del otro lado de la línea quien ha adivinado tu pensamiento e intuido cuánto anhelas oír mi voz, como yo oír la tuya. Y así, sólo imaginándonos una a la otra, con el oído pegado al receptor, atentas a las pausas y a los suspiros, sabemos, más bien queremos oír, que en este día todo está en orden.


Me dices que es un día como cualquier otro y no pregunto por qué lo dices para no saber de tus tristezas y tus pesares. Sin embargo y aunque no pregunte ni nunca vaya a hacerlo, sé lo que quieres decir con ese un día como cualquier otro. Y en ese momento, el mismo en que me dices un día como cualquier otro siento infinita impotencia pues no puedo hacer nada por cambiarlo y hacerlo especial, diferente, divertido para que alegre ese momento en el que ya estás sentada a la mesa del ante comedor masticando sin ganas los desabridos pedacitos de pollo que preparó la doña, como siempre, apurada porque tiene que cumplir con múltiples chambas y no importa que quede medio mal contigo. Sabe bien que tú nunca te quejas ni le reprochas que le falte sal al guiso o que la papa no esté bien cocida y se te dificulte machacarla con el tenedor.

La luz de la media tarde se filtra a través de las cortinas de tul que cuelgan de los ventanales de la sala y del pasillo que lleva a las recámaras. Es una luz pálida de otoño que invita a tomar la siesta en el sillón reclinable que años antes habíamos comprado para papi. ¡Cómo lo extrañas! Me dices de nuevo. Podían pasarse las tardes como ésta sin hablar pero sabiéndose acompañados uno del otro; tú inclinada sobre la máquina de coser haciendo un dobladillo o poniéndole holanes a una falda, y papi pasando revisión a las monedas de plata que había acumulado en cada viaje a la provincia. Sí, esos viajes que duraban tres semanas en la ruta del Pacífico norte mientras tú en el DF te esmerabas por mantener a la familia unida: educar a los hijos, vestirlos y alimentarlos y que por tres semanas no sintiesen la falta de la autoridad paterna.

Calculas el tiempo que te tomaría en llegar al baño auxiliada del bastón, sería menos, te dices, si hubieras recordado pedirle a la doña que te dejara la andadera al alcance para que en estos menesteres pudieras desplazarte sin temor a perder el balance. Arriesgar una caída que a estas alturas –las dos lo sabemos- sería fatal; imagínate, una fractura por leve que fuera te tendría sin remedio dependiendo de la voluntad de quienes empleas para que no falte nada en la despensa, para que tiendan tu cama e inútilmente levanten el polvo de los alféizares, aunque después de pasar el trapo se vuelva a acumular. ¿Y si sonara el teléfono en el camino? Te preguntas. Querrías apurar el paso para ir a contestar. Pero no te preocupes ma, te digo una y otra vez; ya sabes que vuelvo a llamar. Anda derecho, como nos decías; ve a lo que tengas que hacer, pero despacio, el paso seguro y sin encorvar la espalda.

Levantas el receptor. Tu voz delata alegría. Sí, acabas de comer. Sí, llamo en buen momento. Quieres que te cuente algo pero prefiero que tú lo hagas, ahora que tienes libertad de hacerlo sin que oídos extraños espíen tus palabras. ¿Qué podemos decirnos que no lastime? Todo, menos preguntarnos una a la otra cuándo te veré.

Acerca de Viviana Grosz

Originaria de la ciudad de México, Viviana Grosz es licenciada en letras por la UNAM. Hizo cursos de postgrado en la Universidad de Rutgers, y obtuvo la maestría en la Enseñanza de Inglés como Segunda Lengua en la Universidad de Kean donde es profesora de medio tiempo desde 1998. Ha publicado en Avotaynu. The International Review of Jewish Genealogy, y en la antología Every Family Has a Story. Es miembro de JewishGen donde coordinó, organizó y escribió material para la creación del sitio http://www.shtetlinks.jewishgen.org/Edeleny/Edeleny.html. Viviana reside en Nueva Jersey.

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