Quiero dejar claro lo siguiente: creo en la capacidad de la sociedad civil
organizada en actividades encaminadas al desarrollo, siempre en un esquema de
colaboración y corresponsabilidad con el sector público. También reconozco el
trabajo de las organizaciones no gubernamentales en temas como la promoción de
los derechos humanos. Incluso colaboro con varias agrupaciones en las causas que
tengo en común.
Sin embargo, recibo el discurso “ciudadano” con el mismo escepticismo que si se
me hablara de los OVNI, piedras energéticas o santos milagrosos. Me explico:
coincido con ellos en que nuestra democracia no funciona como debería y que la
reforma electoral de 2007 es un bodrio. Sin embargo, el discurso “ciudadano” es
ambiguo, maniqueo, esconde más cosas de las que revela y es parcial en su
concepción.
En primer lugar, detrás de la mayoría de estos movimientos se encuentran
dirigentes con ambiciones a un cargo público y que por alguna circunstancia no
pueden concretarlas militando en algún partido. De esa forma, usan el membrete
de “ciudadano” como parte de su discurso.
Por otra parte se pretende presentar al ciudadano como “bueno” y a los políticos
como “malos” por naturaleza, cuando ambos tienen la misma condición de titulares
de derechos y obligaciones. Y lo más alarmante: en su desconocimiento de la
política, pueden llegar a promover soluciones que, aunque parecen “fáciles” y
“populares”, llegarían a deteriorar nuestra democracia.
La presente editorial analizará tres de las demandas que aparecen con mayor
recurrencia en las causas “ciudadanas”: la reducción del financiamiento de los
partidos y que éstos rindan cuentas; figuras de participación como plebiscito,
referéndum, candidaturas independientes y revocación de mandato; así como las
candidaturas independientes.
Reducir el financiamiento de los partidos y obligarlos a rendir cuentas.
Nuestra democracia es la más cara del mundo, si se toman como base los gastos
económicos que implican las campañas electorales.[1] Sin embargo es inviable
reducir los costos de las campañas por decreto. Es preciso hacer antes un
diagnóstico para conocer el por qué se necesita gastar tanto en cada elección.
De lo contrario, todo cambio derivará en un remiendo antes que en una solución.
La mejor forma de ilustrar el problema es a través de la mercadotecnia. Cuando
se lanza un producto al mercado, las campañas introductorias son altamente
costosas por la necesidad de posicionarse entre los consumidores. Los gastos se
concentran en exposición mediática y mensajes que capturen la atención de la
gente.
Una vez que se ha ganado posicionamiento, las campañas subsecuentes serán más
baratas, basándose en la identificación que ha nacido entre los consumidores. De
esa forma usarán frases que recurren a la familiaridad ganada: “dos por uno”,
“fórmula mejorada” o “25% adicional”.
Este principio se aplica para los gastos de cualquier campaña electoral en una
democracia donde se tienen políticos que responden a sus electores. Al menos,
las dinámicas son similares. Si, digamos, un diputado novato desea continuar con
su carrera, debe posicionarse ante el electorado a fin de ganar la
identificación y el apoyo necesarios para reelegirse.
De esa forma, el legislador presentará iniciativas e ingresará a las comisiones
que correspondan a los intereses de su distrito, además de involucrarse en
actividades de gestoría. Con ello podrá presentarse a los siguientes comicios
con resultados. Esto también aplica para todos los funcionarios y representantes
electos popularmente.
El argumento permite apreciar la verdadera magnitud del problema: los candidatos
mexicanos requieren de tantos recursos, los cuales se gastan mayormente en los
medios, porque así lo exigen los arreglos institucionales: se tienen que
sostener, cada tres años, cientos de campañas introductorias para los cargos de
elección popular.[2]
Por lo tanto, el problema del financiamiento no tendrá solución si no se piensa
en la reelección inmediata de los legisladores y autoridades municipales como un
elemento que, gracias al posicionamiento que adquirirían éstos y sus
contendientes a través de un trabajo evaluable, abarate los costos.
Además un partido rendirá cuentas si no está obligado a hacerlo. Y en el actual
entorno, marcado por la irresponsabilidad de nuestros representantes al no tener
los ciudadanos herramientas para premiarlos o castigarlos, se antoja imposible
que se lleguen a aprobar leyes en materia de – por ejemplo – transparencia para
estas organizaciones.
Para cerrar esta parte, hagámonos la siguiente pregunta: ¿qué mejor publicidad
podría tener un legislador para continuar con su carrera política sino sus
logros y resultados?
Introducir figuras de participación ciudadana.
Otra demanda común en las agendas “ciudadanas” ha sido la introducción de
mecanismos participativos como el plebiscito, el referéndum y la revocación del
mandato. De esa forma, piensan, tendríamos mayor control sobre la clase
política. Sin embargo, la experiencia de otros países ha mostrado que, si bien
estos procedimientos podrían parecer más democráticos, no necesariamente lo son
en la práctica.
A decir verdad, las democracias que los contemplan los tienen como complementos,
mas nunca como sustitutos, de los procedimientos representativos – esto es,
votar por los gobernantes cada periodo de tiempo. Además el debate académico
plantea que, antes de insertar este tipo de mecanismos, es necesario lograr que
la clase política sea plenamente responsable ante el electorado.
En ese detalle se observa el problema central: nuestra democracia inhibe la
rendición de cuentas, pues ningún representante electo se enfrenta al juicio
popular, al no existir la reelección inmediata. Por lo tanto, se ha llegado a
considerar que los mecanismos participativos son un medio eficaz para ser
escuchados e influir en las decisiones públicas.
Tampoco ayuda a los promotores de los procedimientos participativos el
desconocer – o ignorar deliberadamente – los estudios comparados, con base en la
experiencia internacional. Para ilustrar esto, hablemos del referéndum y la
revocación del mandato.[3]
Referéndum: es una votación popular acerca de un tema de relevancia pública. Sin
embargo, los regímenes autoritarios y totalitarios lo suelen usar como un
instrumento para legitimar sus decisiones. A través de esto, los líderes
demagógicos pueden deslindarse de la responsabilidad de sus actos al endosarlos
a una decisión popular.
Técnicamente el referéndum es una decisión de suma cero: un bando lo gana todo y
los demás pierden todo: no ofrece espacios para la negociación o la
compensación. Por lo tanto son usados para temas controversiales que pueden
decidirse sin ambigüedades con un “sí” o “no”, y generalmente para decisiones
trascendentales como adoptar una nueva constitución.
El referéndum funciona mejor a nivel local, donde los asuntos públicos son más
sencillos. Cuando se escala al nacional, los temas son más complejos. Por lo
tanto, un “sí” o “no” rara vez generaría una decisión justa –especialmente
cuando se tratan problemas de carácter técnico.
Los regímenes democráticos que contemplan el referéndum han diseñado
cuidadosamente los procedimientos, con el fin de evitar abusos autoritarios. Por
ejemplo el requerir que lo solicite un porcentaje mínimo de votantes, alrededor
del 5 por ciento. O el exigir un umbral de participación mínimo, alrededor del
50 por ciento, para considerarlo válido o vinculante.
Revocación del mandato: de acuerdo a este procedimiento, se puede retirar de su
encargo al funcionario electo que incumpla el programa de trabajo propuesto
durante su campaña electoral. Por lo tanto este mecanismo funciona sólo en
cargos ejecutivos, donde se pueden establecer políticas claras.
En cambio no es viable que un legislador proponga un programa de trabajo propio.
¿Bajo qué criterio se le revocaría a un diputado que negocia? ¿No atenerse a su
plataforma? ¿O qué pasaría con uno que, por miedo a ceder en sus posturas, se
encierra en sus propuestas? ¿Qué cuentas rendiría? Al contrario, quienes
establecen la agenda son los partidos – y es poco factible revocarle el mandato
a un grupo parlamentario.
Por otra parte, es difícil establecer criterios que satisfagan a todos los
intereses de un distrito sin ser parciales a alguno. A final de cuentas, el
mejor mecanismo de evaluación sigue siendo la posibilidad de premiar o castigar
al representante en las siguientes elecciones a través de ratificarlo o
retirarlo de su puesto.
Otro problema es que la revocación del mandato es costosa: requiere de una
proporción del electorado para solicitarla (alrededor del 33 por ciento) y un
umbral de participación amplio (entre 40 y 50 por ciento) para que sea
vinculante. De esa forma se deja ver que estos procedimientos no los activan los
ciudadanos, sino lo grupos de presión que tienen la capacidad para movilizar
segmentos importantes de la opinión pública.
Dicho de otra forma, los mecanismos participativos funcionan mejor a nivel
local, poniendo un cuidado especial en la forma en que se instrumentarán. De lo
contrario, pueden llegar a ser las mejores herramientas de manipulación social
en manos de demagogos.
Introducir las candidaturas independientes.
Es necesario concebir a las candidaturas independientes como lo que han sido en
los países donde existen: una figura que, al abrir la competencia electoral a
personas que – por razones diversas – no serían nominados por un partido, libera
tensiones entre la ciudad y de esa forma brinda legitimidad al sistema.
Además el ingreso de candidatos independientes a las competencias políticas ha
hecho que los partidos tengan que aclarar y enriquecer sus planeamientos y
ofertas; especialmente en temas clave para el ciudadano. Por ejemplo, tenemos
los casos de Ross Perot y Ralph Nader para las elecciones presidenciales de 1992
y 2004 en los Estados Unidos, quienes orillaron a los partidos Demócrata y
Republicano a mejorar sus tácticas y plataformas.
Sin embargo esta figura, por sí misma, no mejora el desempeño de una democracia.
A decir verdad, sus alcances son más limitados que lo que se nos quiere hacer
creer.
En primer lugar los candidatos independientes no necesariamente son mejores
funcionarios que quienes cuentan con el respaldo de un partido. Por cada caso
exitoso, como sería Antanas Mokus – quien fue electo alcalde de Bogotá,
Colombia, en dos ocasiones e instrumentó un programa exitoso de participación
ciudadana –, se tienen muchos más donde ganan espacios de representación
personas que se postulan a manera de protesta contra la política, como la
Cicciolina en Italia durante los años noventa del siglo pasado.
O peor: bajo ese mismo discurso “ciudadano” se ha llegado a elegir a personas
que terminan deteriorando aun más el funcionamiento de la democracia, como
Alberto Fujimori en Perú.
Muy al contrario, la experiencia ha mostrado que los candidatos “políticos” al
menos tienen el respaldo institucional de un partido, lo cual favorece la
rendición de cuentas – algo que no sucede con los “ciudadanos”.
En segundo lugar, la experiencia ha mostrado que los candidatos independientes
son exitosos fundamentalmente en cargos ejecutivos y – preferentemente – de
carácter local. Esto se debe a que tienen la capacidad de instrumentar una
agenda clara y tienen recursos económicos para llevarla a cabo. Además, cuentan
con un fácil reconocimiento y familiaridad por parte de la ciudadanía en el caso
de presidentes municipales.
Al contrario esta figura no arroja resultados positivos cuando se trata de
legisladores “independientes”, pues los órganos de gobierno y los procesos de
toma de decisiones son controlados por los partidos.
Lo anterior no significa que los institutos políticos se hayan “adueñado” las
asambleas, como diría el discurso “ciudadano”. Más bien, un órgano legislativo
moderno sólo puede gobernarse a través de grupos que, de una forma más o menos
predecible, garanticen la conducta de sus miembros. Recordemos que los partidos
se crearon precisamente para resolver este problema de acción colectiva.
Por lo tanto un candidato independiente a legislador, de llegar a ser electo,
estaría sujeto a las decisiones de los grupos parlamentarios con respecto a la
asignación de espacios, recursos y lugares en comisiones. Aun más, carecería del
apoyo necesario para que prospere cualquier iniciativa que llegue a presentar.
Esto significa que su gestión sería poco más que testimonial.
Cabe hacer dos acotaciones a este punto. La primera: existen en todos los
órganos representativos legisladores registrados como “independientes”. Esto no
significa necesariamente que sean “ciudadanos” – incluso en la mayoría de los
países no entenderían ese término. Muy al contrario, son personas que militan en
paridos locales y que no reúnen el número suficiente para conformarse como grupo
parlamentario. No obstante, colaboran con los partidos nacionales con quienes
comparten identificación ideológica.
Segunda acotación: en México ya hemos tenido experiencias de “legisladores
independientes”. Y han demostrado ser personas con ambiciones políticas claras
que usan el membrete de “ciudadano” para legitimarse. El ejemplo más famoso fue
Marcelo Ebrard Casaubón durante la LVII Legislatura (1997-2000).
Hacia 1996 Ebrard había renunciado al Partido Revolucionario Institucional. En
1997 fue postulado por el Partido Verde Ecologista de México como candidato
plurinominal. Una vez en la Cámara de Diputados, accedió a las comisiones bajo
las cuotas de poder que le tocaban al PVEM, aunque manteniéndose
“independiente”.
Durante su gestión fue un legislador activo en el tema del rescate bancario –
entonces Fobaproa – por lo que, bajo presiones del PRI, el PVEM lo retiró del
tema en 1999. Para ese momento Ebrard ya había participado en la fundación el
Partido del Centro Democrático, del cual llegó ser candidato a Jefe de Gobierno
del Distrito Federal en 2000, renunciando antes de las elecciones a favor de
Andrés Manuel López Obrador. Lo demás es historia conocida.
Por último, y sin importar las buenas intenciones que llegue a manifestar un
candidato “independiente” durante su campaña, de ser electo actuará según las
reglas del juego. Y si éstas fomentan el amateurismo, la improvisación, el
cortoplacismo y la irresponsabilidad al no existir mecanismos de rendición de
cuentas como la reelección inmediata, van a dar los mismos resultados que los
legisladores y alcaldes “políticos”.
Al no tener conocimientos básicos sobre el funcionamiento de nuestras
instituciones, los promotores de las candidaturas independientes terminarían en
el mismo descrédito que los partidos si se llegase a aprobar su reforma sin
contemplar mecanismos de rendición de cuentas como precondición.
Conclusión.
El discurso “ciudadano” adolece de un elemento fundamental: todos somos sujetos
de derechos y obligaciones. En sus reclamos y estridencias, los autodenominados
dirigentes “ciudadanos” dejan a un lado el segundo elemento. Es decir, proponen
utopías que suenan más a demagogia en lugar de exigir la mayoría de edad de la
población a través de contar con una herramienta básica de toda democracia: el
poder de premiar o castigar a los representantes y gobernantes a través de que
éstos compitan repetidas veces por el mismo puesto.
Aunque la reelección inmediata de legisladores y alcaldes parece ser una
condición necesaria, una y otra vez los dirigentes “ciudadanos” la omiten. La
razón: consideran que, por no ser “popular”, se pueden diseñar mecanismos y
procedimientos alternativos. En cambio prefieren impulsar propuestas que tengan,
en su entendimiento, un “mayor consenso” – cuando no echan su imaginación al
vuelo con propuestas inaplicables.
De esa forma, corren el riesgo de eternizar sus causas. A menos que esa sea la
táctica de algunos de sus dirigentes: proponer temas que no se pueden aterrizar
para seguir con su juego “ciudadano”.
(*) Una primera versión de esta editorial se publicó en el blog del Centro de
Inteligencia Política (CEINPOL) el 28 de julio de 2009.
[1] http://bit.ly/flgznd
[2] Lo anterior se toca con mayor amplitud en: http://estepais.com/site/?p=26458
[3] Ver: http://www.frph.org.mx/biencomun/bc183/F_Dworak.pdf
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