Desde el momento que alguien cree enseñar, deja de cumplir su función.
La realidad es que los que impartimos algún aprendizaje obtenido, ya sea gracias a la astucia de la curiosidad, a las experiencias vividas, propias o ajenas, o ya sea al estudio mismo, no somos más que eslabones en una interminable cadena obligatoria, pues solamente cumplimos la obligación de pasar de boca en boca lo que hemos adquirido. Y digo que no enseñamos ya que al momento de ser quienes impartimos la clase, en ese preciso instante debemos saber que estamos aprendiendo. Aprendiendo cómo manifestar y expresar lo adquirido según el público, las edades, género, espacio geográfico, tiempo, clima y estados de ánimo, tanto del público como propio. Todo eso, además de la certificación de asegurarnos que no decimos todo lo que sabemos, sino que como sabemos. Ahí nos damos cuenta del reto real y la institución del aprendizaje hacia nuestro ser.
Todo eso sin contar que nos enfrentamos a preguntas, carácter, paciencias e impaciencia del público, así como a darnos cuenta que el aprendizaje real se encuentra en saber lo que se ignora.
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