Al imaginar creamos y recreamos. Crear sin atender la realidad, al conjunto de leyes que la regulan, es desordenar mentalmente el mundo, sea lo que sea eso, y recrear, atenidos o no a lo existente, es porfiar en unas creencias o en unas verdades. Verdades, creencias y quimeras, sean morales, sabias o necesarias, forman conceptos versátiles, es decir, que con leves modificaciones sirven para materializar mentirosamente cualquier intuición. Tal manera de conceptuar, de formalizar ilusiones, es crear conocimiento dogmático, que invade, sobre todo, las ciencias sociales, que estudian y buscan el ser, no la verdad.
En muchas revistas para economistas, comerciantes, banqueros, abundan los artículos dogmáticos de aspecto académico. Son dogmáticos porque colocan conceptos gigantes y oscuros sobre problemas u objetos insignificantes. Pongamos dos ejemplos. Hay uno que afirma que se ha descubierto que las empresas, al mejorar su cultura, dan felicidad a la gente, y hay otro que asegura que poco le importa a las personas de salarios modestos gastarlos en costosas mercancías recicladas.
Hay, nótese, conceptos mostrencos que señalan la ingenuidad histórica de quienes redactan los supradichos artículos. “Consumidor”, en boca de mercachifles, es término determinista, y “gasto”, mascarada de “gusto” en las vendimias, es psicológico. “Cultura” es palabra casi panteísta y “felicidad” es conjunto silábico providencialista. Dioses, fuerzas secretas, ardides adivinatorios y teleologías monoteístas habitan en la imaginación del que dijo lo que analizamos, escandalosamente dogmático.
El dogmatismo cabe donde sólo se piensa sucesivamente y no según los conceptos de “duración” y de “simultaneidad”. Verdades, creencias y quimeras, bajo la mirada de una inteligencia popular, es decir, que sólo admite la ley de la causalidad, se amontonan dentro de una palabra, “cultura”, por ejemplo, para significar cualquier cosa.
No es, meditando lo durable, la sociedad humana la que crea cultura, sino cada cultura peculiar, claro es, la que prefigura modos de asociación. No es, razonando lo simultáneo, el hombre algo en el mundo, sino una parte del mundo. “Ser en el mundo”, que diría Heidegger, es frase analítica, no sintética. La cultura, así, ni se manipula ni se capta concientemente, ni es universal, definible y comprensible.
Pensar sólo mediante el concepto de “sucesión” nos obliga a fragmentar, a buscar consecuencias, a enlazar arbitrariamente, digamos, “basura” y “naturaleza”. Nos obliga, en fin, a analizar, a separar con ficciones lógicas lo que no está separado. Ambas palabras, de tal suerte, parecen definiciones comprensibles, universales, necesarias. Pensar con los conceptos de “duración” y de “simultaneidad”, en cambio, nos hace dudar de la unificación o bifurcación de lo mentado, nos lleva a buscar influencias y objetos compuestos que parecen simples. Si influir no es causar ni sintetizar es crear objetos reales, entonces la cultura no produce felices ni la basura es distinta de la naturaleza.
Un objeto existe, esto es, influye, causa y compone otros objetos cuando se percibe con los sentidos, cuando se formaliza lógicamente y cuando su materia y su forma, juntas, declaran leyes que permiten prever, deducir. Es dogmático quien sin crítica engarza lo suprasensible, lo sobrenatural, lo simbólico y lo material. En suma, es menester que las revistas para empresarios sean hechas por pensadores y no por propagandistas del optimismo capitalista.–
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