Contra los librepensadores

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A la memoria de Christopher Eric Hitchens, mi maestro

La palabra “librepensador” siempre me ha parecido deshonesta. Detrás de ella siempre hay un erudito puro, un falsario. Todo pensador, libre o no, posee algo de erudición, mas no todo erudito posee un pensamiento libre. Acercar las ideas de libertad y de pensamiento es acto antinómico. Únicamente piensa quien acepta ligarse a algo. Pensar, hacer ciencia, es rodear las cosas, penetrarlas y comprender su trabazón, dijo Marx. Toda investigación de tal jaez comienza con una pregunta. ¿Qué es preguntar? Es lo que hacemos cuando tenemos una duda. ¿Qué es una duda? Es un vacío que necesita ser llenado.

No todos los vacíos necesitan ser llenados, es decir, no todas las preguntas necesitan ser respondidas. El “librepensador”, habrá notado cualquiera que tenga comercio con algún erudito, anda por el mundo intentando llenar lo que no necesita ser llenado, está siempre donde no lo han llamado. Él justifica su presencia diciendo que es “libre” y que su compromiso es “pensar”, “construir”. El hombre tribal se llena de ira cuando el hombre civilizado llega a sus territorios, sin ser llamado, para construir un hotel, así como el ciudadano medio se enardece cuando algún erudito de universidad pretende imponer sus construcciones teóricas sobre su vida.


Es necesario que distingamos bien las palabras “especie” y “espacio”. La búsqueda de lo especial no pretexta la invasión de todos los espacios. Las preguntas de los eruditos, preguntas especiales, al ser puestas en cualquier ámbito producen respuestas improvisadas que después, al ser metidas en alguna taxonomía, parecerán sustancia científica extractada con la más sofisticada técnica epistemológica. La libertad de pensamiento que presumen los “librepensadores” es irresponsable. Libertad, así las cosas, es eclecticismo. Pero el eclecticismo no es dañino si sabemos que estamos ante él. Lo que daña a la ciudadanía es creer que está frente a un saber especial cuando en realidad está frente a uno ecléctico.

Kant, filosofando las diferencias que hay entre lo objetivo y lo subjetivo, descubrió que la mayor parte de nuestras descripciones de sucesos son arbitrarias, espontáneas. Digamos que una imagen subjetiva es como la pintura de un paisaje y que una objetiva es como un paisaje real. Imaginemos que observamos, tanto en la pintura como en el paisaje, un automóvil en movimiento. En la pintura podemos iniciar nuestra observación por donde queramos, mientras que en el paisaje real no. Si de verdad queremos entender qué está sucediendo en el paisaje real tendremos que sacrificar nuestra libertad de observación y atender únicamente al automóvil. El “librepensador” prefiere las pinturas, que son precisas, nítidas, quietas, fáciles de examinar, e interpretar el paisaje real con la clave que ellas le ofrecen.

La erudición del “librepensador”, definamos provisionalmente, es un saber empírico o teórico obtenido sin necesidad. Entiéndase que no estamos en contra de la teoría o de la praxis, sino en contra de la deshonestidad de su uso.

Suelen los eruditos, al ser cuestionados o al cuestionar, confundir el objeto de interés con el lugar donde está el objeto de interés. Muchos confunden el automóvil con la pintura del automóvil, en la que es imposible escamotear el paisaje. La erudición del “librepensador” es paisaje innecesario o simplemente inútil. El “librepensador” o erudito, para responder preguntas sobre economía habla de paisajes políticos, y para responder preguntas sobre filosofía habla de paisajes de la historia, por ejemplo. El caso es que siempre salta de un paisaje a otro con tal de no atar su atención y perder su “libertad”, blasón de su credibilidad.

A tan saltarina operación se le llama hoy “pensamiento moderno”, pensamiento no comprometido, “salvaje”. Lévi-Strauss, estudiando las estructuras lingüísticas de algunas comunidades primitivas de África y Australia, descubrió que la mente salvaje, harto parecida a la nuestra, a veces crea mitologías y ritos individuales para soportar las presiones de las mitologías y ritos colectivistas [1], acto mental que hace todos los días el “librepensador”. Un pensador comprometido, digamos un Christopher Hitchens, primero ama a su comunidad, a la sociedad a la que pertenece, y luego la critica; uno hipócrita, en cambio, primero destruye y después, si queda algo de su gusto, lo ama.

El pensador comprometido se satura de prejuicios y luego elimina los que son innecesarios, en tanto que el “librepensador” los rechaza todos sin conocerlos ni sentirlos. No todos los prejuicios son malos. La Ilustración, con su ciega búsqueda de libertad intelectual, fue la que provocó el odio hacia los prejuicios [2]. Podemos prejuzgar benigna o malignamente, podemos creer que el ser humano es bueno por naturaleza y que se corrompe tratando a la sociedad o que es malo desde que nace y que la cultura lo mejora. La primera postura, argüirá el “librepensador” remitiéndose a sus pinturas históricas (representaciones de supuestas leyes eternas), nos arroja hacia el anarquismo y el individualismo y la segunda hacia el totalitarismo y el colectivismo.

Siempre será preferible prejuzgar benignamente. ¿Por qué? Porque la maldad nos pone a la defensiva, nos ensordece, nos entumece. Tener por malo al prójimo es tenerlo por enfermo y vernos a nosotros mismos como médicos. No hay mayor crimen contra la libertad que el que comete la mirada clínica, médica, que escruta más que conoce, que mucho objetiva lo observado y poco lo comprende. Michel Foucault, en su obra intitulada “El nacimiento de la clínica”, escribió:

En el esquema de la encuesta ideal, trazado por Pinel, el índice general del primer momento es visual: se observa el estado actual en sus manifestaciones. Pero en el interior de este examen, el cuestionario asegura ya el lugar del lenguaje: se observan los síntomas que golpean en seguida los sentidos del observador; pero apenas después, se interroga al enfermo sobre los dolores que siente, por último – forma mixta de lo percibido y de lo hablado, de la pregunta y de la observación – se comprueba el estado de las grandes funciones fisiológicas conocidas [3].

Es imposible disputar con el “librepensador”, tan acostumbrado a sus límpidas, amables y armónicas pinturas, pues en nosotros ve un inquieto enfermo incapaz de verbalizar sus sentimientos, pensamientos, razones y motivos.

El “librepensador” encubre su incompetencia evitando el debate público. Pero antes de avanzar señalemos que no es lo mismo un “debate público”, en el que participan científicos, filósofos, gente que desea explicar su saber a la población, que un debate “abierto al público”, al que llega quien sea, desde amas de casa lectoras de Hawking hasta encuestadores vulgares que se creen sociólogos.

Cuando un joven estudiante pregunta algo que no puede responder el “librepensador”, éste salta a un campo del saber que el joven no puede pisar, y desde ahí lo mira con mirada médica. Para el “librepensador”, que de todo opina merced a su “ignorancia superior” (feliz expresión de Huxley), etiquetada y avalada por las universidades y centros de investigación, quien hace preguntas políticas no es un ser interesado en la política, sino un enfermo de liberalismo, capitalismo, marxismo y “tutti quanti” que necesita ser sanado con remedios científicos que sólo él posee y guarda en su botica universitaria. Toda disputa con el “librepensador”, que siempre se jacta de tener anchísimo espíritu, se convierte en cátedra y en misa.

Mas no se crea que estamos abogando a favor del preguntante vulgar. Es por culpa de los preguntantes vulgares, sin sólida preparación científica, que existen los “librepensadores”, que delinquen contra la opinión pública, siempre enferma para la mirada libre, sana… médica.

¿Por qué los literatos hablan de política y por qué políticos entregan premios a los literatos? El político ve en el literato al loco de Sevilla que aparece en el “Quijote” (II, 1) y el literato ve en el político la “cabeza encantada” que sale en la misma obra (II, 62). Literatos y políticos forman la opinión pública. Los segundos son dueños de los medios de comunicación y los primeros (hoy guionistas y cineastas se creen literatos, artistas) los que crean el contenido que a través de ellos se transmiten. El literato no disputa con el político con sinceridad porque sabe que de él sólo recibirá respuestas perogrullescas, de busto amañado, y el político no disputa con el literato porque sabe que éste es un loco al que hay que seguirle el humor. El literato, al ser culpado de algo en público, echa la culpa al político, y éste, al verse también acusado de cualquier cosa, echa la culpa al literato.

Decía Aristóteles que con facilidad cometen delitos los “que tienen la condición contraria a los cargos `que les formulan´” [4]. Rara vez se sospechará violencia en el flaco, dice el filósofo, y rara vez al “librepensador” se le tendrá por proselitista, decimos nosotros.

Y pues no olvidemos que son las disputas agresivas, las discusiones recias entre gente comprometida y no en todo entrometida, las que descubren cualquier verdad. ¿No evitaba la “cabeza encantada” responder preguntas relevantes para no descubrir su propia incompetencia? ¿No salió a la luz la sandez del loco de Sevilla por culpa del diálogo sostenido? Debemos, si somos ciudadanos inteligentes, curiosos, honestos, meditar qué es la libertad y qué están haciendo nuestros intelectuales con ella, y además pedir al gobierno que cree las condiciones necesarias para el debate público. Quisiéramos oír debates serios (no entrevistas, no charlas, no conferencias) entre políticos y politólogos, entre periodistas y profesores, entre “librepensadores” nacionales y dictadores extranjeros, entre “jóvenes estudiantes” y “gente de los suburbios”, citando palabras de un poema de Pasternak.

Fuentes de consulta:

[1] LÉVI-STRAUSS, Claude, “El pensamiento salvaje”, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2012.

[2] GADAMER, Hans-Georg, “Verdad y Método”, Ediciones Sígueme, Salamanca, 2012.

[3] FOUCAULT, Michel, “El nacimiento de la clínica”, Siglo XXI Editores, México, D.F., 2006.

[4] ARISTÓTELES, “Retórica”, Biblioteca Gredos, Madrid, 2007.

Acerca de Edvard Zeind Palafox

Edvard Zeind Palafox   es Redactor Publicitario – Planner, Licenciado en Mercadotecnia y Publicidad (UNIMEX), con una Maestría en Mercadotecnia (con Mención Honorífica en UPAEP). Es Catedrático de tiempo completo, ha participado en congresos como expositor a nivel nacional.

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