Dos millones de ciudadanos sirios son cristianos de diversas denominaciones —armenios, asirios, ortodoxos, católicos—, constituyendo en total casi 10% de la población con la que contaba Siria al comienzo de su guerra civil. En el caos y el festín de crueldad y violencia que privan en este país, esta nutrida minoría es sin duda una de las que más padece no sólo el horror de la guerra, sino también un desgarramiento y una angustiosa incertidumbre por encontrarse atrapada entre dos formidables fuerzas, cuya hostilidad anticristiana no puede negarse. El antecedente de que dos terceras partes de los cristianos iraquíes han huido de Irak desde 2003 a la fecha es un dato que, en cierta forma, presagia que la minoría cristiana en Siria está destinada a correr con la misma suerte.
A grandes rasgos, puede afirmarse que los cristianos vivieron relativamente bien en Siria hasta 1963, cuando el Partido Baath, al que pertenece el clan de los Al-Assad, tomó el poder. De ahí en adelante comenzó su declive en la medida en que el totalitarismo del régimen se cebó especialmente contra sus minorías. Si la vida para la población en general estaba marcada por un profundo temor hacia el gobierno y sus servicios secretos, que vigilaban y reprimían al más puro estilo de los Estados policiacos de la peor calaña, para los cristianos las cosas eran aún más graves. Por ello, cuando se inició en 2011 el movimiento de protesta popular para derrocar a Al-Assad, buena parte de los cristianos se sumaron a las manifestaciones con la esperanza de generar los cambios democráticos a los que aspiraban para aliviar su opresión. Pero desgraciadamente, como ha ocurrido en otros escenarios de la llamada Primavera Árabe, las fuerzas prodemocracia —y en este caso, también las numerosas corrientes cristianas descontentas— fueron rebasadas y aplastadas por los sectores radicales dentro del movimiento opositor, los cuales están resultando igual o más brutales, fanáticos y excluyentes que el régimen al que en principio se trató de derribar.
Las corrientes sunnitas radicales, como el Frente Al Nusra y el ahora tan mentado Estado Islámico de Irak y el Levante (EIIL), inspirados ambos en Al-Qaeda, son un botón de muestra de esta “insurgencia” anti Al-Assad que, al calor de los combates, liberó a un buen número de islamistas presos y arremetió contra poblados cristianos, como la localidad de Maaloula, donde las matanzas y los secuestros diezmaron a su población, aterrorizada ahora por quienes se presentaban como liberadores del yugo de los Al-Assad. Clérigos como el arzobispo sirio-ortodoxo Gregorius Ibrahim y el arzobispo griego Boulos Yazigi fueron secuestrados desde hace casi dos años, sin que hasta la fecha se conozca su paradero. En diciembre de 2013 fueron también secuestradas 13 monjas que, finalmente, recuperaron su libertad, al tiempo que numerosos monasterios e iglesias han sido y siguen siendo arrasados dentro de las turbulencias bélicas de estos enfrentamientos entre el baathismo de los Al-Assad y el yihadismo de los sunnitas fanatizados.
La narrativa propagandista del gobierno sirio proclama ahora que su régimen es el único que puede asegurar a los cristianos sirios su integridad física y ciudadana. Por tanto, los conmina a colaborar con él para derrotar a la oposición. La mayoría cristiana que permanece en el país se está inclinando paulatinamente a alinearse de nuevo con Al-Assad, bajo la convicción de que por triste y frustrante que sea, es la menos mala de las opciones que le quedan. Sin embargo, los cristianos sirios hoy en el exilio, como muchos de los que han militado en el Ejército Libre de Siria, continúan sosteniendo que Al-Assad debe caer, confiando ilusamente en que fuerzas seculares y prodemocracia puedan tomar las riendas del país, cuestión que, como se ven hoy las cosas, resulta altamente improbable.
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