Cuatro tipos de religiosidad existen, según nos enseña la experiencia, y son: la patética, la cultural, la intelectual y la psíquica. Tales tipos, cuando se juntan en una sola persona, son momentos.
La religiosidad patética nace, por ejemplo, ante el dolor provocado por la muerte. La cultural es la que aprendemos en los rituales en los que obligados participamos, como las misas, los días festivos señalados por la Iglesia, etc. La intelectual es la que pretende comprender la necesidad de un ser creador del mundo y deviene cuando la palabra “Dios” se transforma en un problema vital, filosófico. Y la psíquica nace, digamos, al querer resolver conflictos mentales propios, como los planteados por las preguntas por los orígenes y los fines de la vida.
La religiosidad patética, al inteligir el dolor, lo transforma en “cosa en sí” (alma). “En sí”, es decir, eterna, perfecta, ordenada. El mundo, con tal eternidad mental, siempre nos parecerá desordenado, carente de centro.
Un mito judío contado por Martin Buber servirá para entender lo dicho. El mito dice que Adán y Eva, después de ser arrojados del Jardín del Edén, vieron por vez primera la puesta solar, lo que provocó que lloraran muy agriamente. Lo que era seguro (vital), parece, se hizo inseguro, móvil, y lo móvil nos lleva al trabajo, al sudor, al dolor corporal e intelectual.
La religiosidad cultural no nos presenta objetos eternos, pero parece ser un ambiente eterno, fuera del tiempo. Y por parecer eterno se hace costumbre, y por ser costumbre, acaecimiento cercano, cotidiano, deja de verse. El “yo”, producto de la apercepción (“yo”, “tú”, la “cultura”), toma forma de algo harto conocido que no asombra (“somos cultura y eres tú sólo acatando tales o cuales instrucciones”).
San Pablo dijo (Romanos 7: 22-23): “Por una parte, me complazco en la ley de Dios, como es propio del hombre interior; pero, a la vez, advierto otra ley en mi cuerpo que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mi cuerpo”. La religiosidad cultural, luego, confunde al “hombre interior” (temporal) con el “hombre exterior” (signo del espacio), el “yo” con la “cultura”, y por eso acaba siendo folklore, política colonial, como en América Latina.
La religiosidad intelectual, que busca ir hasta los orígenes de todo, es teoría (tentativa de armonización del todo), un trascendental que posibilita fenómenos tanto místicos y emocionales como mentales y semiológicos.
La razón, gobernando al entendimiento, que ordena toda emotividad, guía la percepción. Los imperativos morales, por ser enormes, pueden cobijar cosmovisiones ingentes, imágenes reveladas.
Gershom Scholem escribió: “Únicamente Moisés fue capaz de soportar la potencia de esta voz y repitió después en forma humana las palabras de la suprema autoridad que constituyen los Mandamientos”. Moisés, por ser intelectual, y no sensual como sus coetáneos, no fue saturado por la voz divina (voz que retumbaba, imaginamos, que se sentía con la piel, con los ojos, con la nariz), capaz de aturdir todo sentido. Él pudo transformar el lenguaje inarticulado (hablamos en sentido humano) de Dios en lenguaje humano (consecutivo, fragmentario, equívoco).
La religiosidad psíquica, es decir, la que afana resolver problemas vitales, teleológicos, ontológicos, crea imágenes que no son causadas en el mundo sensible, pero que se forman con materiales de ese mundo. Tales imágenes, así, son siempre incompletas, y confunden lo que pasa entre nosotros y el exterior, lo que acaece entre las representaciones con que inteligimos lo exterior y lo que sucede en ellas.
La psique, de tal modo, hace metáforas de metáforas que llevan a la idolatría, que es pecado, según afirma la tradición. Maimónides, por eso, señala: “Los tres verbos `raá´, `hibit´ y `jazá´ se aplican a la `vista´ del ojo; pero los tres se emplean metafóricamente para significar la percepción intelectual”. Pero significar no es comprender.
Para comprender la voz de Dios o cualquier señal suya es menester, como enseña Heidegger, distinguir lo dicho por Dios (o “Ser”), lo oído de Dios, lo que desoímos de Dios, lo atendido de la palabra de Dios y lo ignorado de esa palabra.–
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