Los hindúes denominan a nuestra era Kali Yuga, la Edad de Hierro, y Ernst Jünger llamó a su libro sobre la primera guerra mundial Tempestades de acero. La guerra, toda guerra es un dispendio de metales y de fuegos, una espantosa cacofonía que probablemente nunca tendrá fin. Hacerse a la idea no es difícil, tenemos ejemplos en todos lados. Sin ir más lejos la miniguerra de Gaza, cuyo triste resultado ha sido coreado por el jeque Nasrallah desde su plomizo búnquer en el Líbano como un triunfo musulmán contra el ´´imperalismo´´ sionista. Uno se pregunta qué imperio es ése que protege a sus gentes dentro de fronteras estrechas, qué imperio es el que se abstiene de masacrar, selecciona a sus víctimas y continúa dándole electricidad y agua a sus enemigos. En todo caso el imperio de la primera ley que rige a los pueblos: defenderse a sí mismos. Como consecuencia de esta última tempestad de acero, en Israel brotarán más y más cúpulas de hierro, sofisticadas hasta lo indecible y verdaderos ángeles tutelares de quienes vivan en sus proximidades, en tanto que en Gaza y en Beirut se reforzarán y ampliarán los búnkers de nuestros enemigos, cada día más ubicuos y paranoicos como es natural. Un porvenir plomizo donde los haya.
Se entiende muy bien que unas gentes que festejan el desastre disparen al aire por lo que creen haber ganado. También disparan en las bodas y celebraciones de todo tipo, sin pensar en las balas perdidas que pueden herir aquí y allá al azar de su caída. Los palestinos no están para nada desencantados con lo sucedido: le han mostrado al mundo sus heridas y han recibido entre cinco y diez minutos de compasión, amén de las promesas de más armas y más dinero para seguir fortaleciendo sus túneles. Ni por un momento creen que algo diferente hay que hacer para cambiar el status quo. Odiemos infinitamente, parecen pensar, hasta que el infinito se ponga de nuestra parte. Mostrémosle al mundo cuán ruin es Israel y cuán heroicos somos nosotros; pero el mundo, sobre todo Europa, está cada día más ciega y sorda y apenas si puede salir de su marasmo económico y su parálisis social. Tiene poco tiempo y cada vez menos credibilidad en casa y fuera de casa. Dirá que Israel es cruel cuando se defiende demasiado e injusto cuando decapita a las serpientes cuyo veneno, por desgracia, ha gustado.
Pero poco más. Europa se adormece sobre sus laureles y sólo cuando la marea oscura de la sharía invada sus recintos más sagrados, empezará a desperezarse, no sabemos aún si a tiempo para seguir siendo libre.
La guerra no sólo nos aleja de la paz, también mina nuestra confianza en ella. Pero mientras no haya ni se produzca una solución pactada a los judíos no nos queda más remedio que defendernos con uñas y dientes perfeccionando día a día nuestras armas más sutiles, después de todo un pueblo que se sacó de la manga un Dios invisible hace miles de años, ¿qué artilugio que no se ve no extraerá de sus reservas imaginarias? Estoy seguro de que encontraremos el modo de ganar sin apenas movernos de sitio. Del mismo modo estoy casi seguro de que los árabes no aprenderán la lección ya que ni siquiera registran el peso de sus errores. Y la lección de esta guerra es: Israel es indestructible y el pueblo judío que le dio origen también. Hemos llegado a la tierra de nuestros ancestros de todos lados para curar nuestras milenarias nuestras heridas. Aún es pronto para pensar que todas están restañadas.