Una trampa entre la arrogancia y la elegancia. Entre el culto y la cultura. Entre el ingenio y la poesía. Una trampa o un estilo de vida. Tal vez un pretexto. Un peldaño por subir, para quedarse en él, para distinguirse del promedio. Posiblemente no sea más que un vacío elitismo que ha sobrevivido un par de siglos. Algunos excéntricos artistas o aristócratas buscando su escalón en siglo de oro de las artes.
El siglo diecinueve se fue. El siglo veinte partió dejando un desteñido concepto de dandi. De pronto llega el siglo veintiuno. El término metrosexual como llega se va. Utilizar cremas para la cara y ropa de diseñador deja de ser afición de pocos hombres en el instante en que tanto las departamentales como las tiendas de autoservicio abordan a todo el que entra con la nueva fragancia de CK y con la promoción que incluye cosméticos.
Ser metrosexual en esta etapa de una cultura consumista, no tiene mérito alguno. Los dandis eran un tema distinto, más por su tradición que por su vanidad (aunque la vanidad es, sin duda, el asunto predominante), los dandis tenían que luchar para ser reconocidos como tal, tenían que esforzarse por lograrlo, tenían que pertenecer. Lavar su ropa después de cada puesta, ducharse diario, tener un sirviente para ponerse un saco, no era algo que pudiera pagar la persona promedio. Pero eso no era todo: un dandi no trabajaba, vivía cerca del príncipe, era una persona de recursos.
Pero de pronto llega un poeta maldito, un francés llamado Baudelaire y argumenta que lo que hace falta al dandismo es poesía, que no puede haber un dandi sin sentido artístico de la belleza. Un dandi no puede tener solo un sentido crítico y ácido de la cultura. Necesita saber más, ser más. Sin embargo, dicha aseveración se contraponía por completo a lo que decía Bello Brummell, aquel hombre que, en Londres, había establecido de una u otra forma el dandismo.
La vanidad y la banalidad siguen siendo el estandarte que se mantiene hasta este día. Sin embargo, dadas las consecuencias sociales de estas dos palabras, cada vez resulta más difícil ser un dandi, sin caer en la vulgaridad del “metrosexual”. Por lo tanto, aquellos que han querido mantener la tradición la salvan, desde finales del siglo XX con un poco de Baudelaire y un poco de Oscar Wilde: Tom Wolfe, Quentin Crisp y otros escritores representativos del siglo veinte, intentan mantener vivo el dandismo, diseñadores como Yves Saint Laurent y Karl Lagerfeld también intentan darle continuidad con un particular estilo que no se aleja de la cultura y el arte a diferencia de contemporáneos suyos. Ralph Lauren redefine el término. Andy Warhol se mofa. Woddy Allen lo pisa.
Y de pronto llega el año dos mil con herencias. Con cambios. Con locura. Arte. Historias. Sin jipis. Llega un siglo veintiuno recargado. Tal vez reviviendo la elegancia de la gente. Matando su arrogancia. Pero aun en una trampa de vanidad, banalidad y ego. Un mundo digital en el que la información corre más rápido que nunca y en el que Google tiene todas las respuestas. Puedes estar a la moda si tienes un acceso a .com, puedes tener productos de belleza baratos.
Todo está en la mesa para revivir al dandismo sin su parte despectiva. ¿Qué es lo que hace falta, entonces? Buen gusto, diría Brumell, buen gusto, diría Baudelaire. Buen gusto.
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