Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, Nostra Aetate. Primera parte

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Como lo recordaba Ricardo Morales en el artículo anterior las relaciones judeocristianas conocieron un muy afortunado punto de inflexión hace 52 años, precisamente en 1965. En esos años, en pleno cierre del Concilio Vaticano II, se dedica una solemne Declaración al tema de “las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”. En el marco de este documento, se dedica el número cuatro a las relaciones de la Iglesia católica con el judaísmo.

Vale la pena recordar que la clave de interpretación de este documento y precisamente la razón que explica su existencia, es que los padres conciliares decidieron hacer una declaración religiosa. Este es el punto nodal. Si bien la reciente independencia del Estado de Israel y las dificultades con los países de su entorno poseía el potencial de que cualquier declaración fuese interpretada en clave política, fue voluntad del Concilio que esta declaración se refiriera exclusivamente a los aspectos religiosos. De este modo, vamos analizar a continuación los primeros párrafos de la Declaración Nostra Aetate.

Al investigar el misterio de la Iglesia, este sagrado Concilio recuerda el vínculo con que el pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham.


Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los patriarcas, en Moisés y en los profetas, conforme al misterio salvífico de D-os. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de la esclavitud.

Estas primeras líneas señalan con claridad que la Iglesia católica no puede olvidar su nexo y su filiación respecto de la fe de Abraham y la historia de salvación que, bajo la acción de D-os, ha escrito el pueblo de Israel. En efecto, la Iglesia recuerda que la raíz de la fe cristiana y una gran parte de su legado religioso proviene del judaísmo y de la revelación del D-os de Abraham, de Isaac y de Jacob al pueblo que ha peregrinado en la historia bajo su Nombre.

Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo con el que D-os, por su inefable misericordia, se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo, en que se han injertado las ramas del olivo silvestre, que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia, que Cristo, nuestra Paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo.

En pleno siglo II aparecieron voces que querían olvidar este nexo estrecho entre el pueblo judío y el pueblo cristiano, entre la que los cristianos llamamos Antigua Alianza y la Nueva Alianza. Marción, en el siglo II E.C., afirmó que el judaísmo y el cristianismo eran en realidad dos religiones totalmente diversas. Que el D-os del Antiguo Testamento no podía ser el mismo que el D-os del Nuevo Testamento. Que el D-os del Antiguo Testamento era un dios celoso y colérico, mientras que el D-os del Nuevo Testamento era amoroso y salvífico. Estas afirmaciones, estas contraposiciones, podemos decir, son totalmente contrarias a la fe cristiana y fueron impugnadas en su momento por personajes como Tertuliano y finalmente reconocidas por la comunidad como una herejía, un craso error doctrinal, que será conocido por la posteridad como “marcionismo”.

En contra de esta visión, el Concilio afirma la filiación del cristianismo respecto del judaísmo con una hermosa metáfora: la del olivo silvestre y el buen olivo. El olivo silvestre, también llamado “acebuche” no tiene la nobleza, la salud, la virtud y el fruto que el olivo que se cultiva. El olivo silvestre es frecuentemente alimento del ganado, por lo que no llega a desarrollarse como un verdadero árbol, sino que se le encuentra solamente en forma de arbusto. En cambio, el buen olivo crece grande y fuerte, hasta alcanzar edades centenarias y producir frutos innumerables.

Es a partir de esta metáfora que se señala que el buen olivo ha recibido en injerto a los gentiles. Los gentiles, injertados como rama del olivo silvestre en el buen olivo, no puede exigir como propia la virtud y el bien que recibe de otro, del buen olivo. Es una hermosa imagen que, como las mejores, es más elocuente que mil palabras.

La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la alianza, la ley, el culto y las promesas; y también los patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne (Rm.9,4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo.

La Iglesia reconoce que en la fe judía se ha producido verdadera revelación. D-os ha hablado a su pueblo y D-os ha actuado con su pueblo. D-os se ha elegido un pueblo para mostrar su plan de salvación para toda la humanidad. Por ello, la fe cristiana ha de reconocer que “la adopción y la gloria, la alianza, la ley, el culto y las promesas” son patrimonio perpetuo del pueblo judío. En este mismo sentido, en su visita a la Sinagoga de Roma, el Papa Juan Pablo II habla de “la Alianza nunca derogada”. La Alianza de D-os con su pueblo, desde la perspectiva cristiana, es plenamente vigente, y en la vida del pueblo judío es heroica fidelidad a la Palabra de Aquel que ha tomado la iniciativa de constituirse un pueblo.

Es de esta raíz de la que nace la comunidad cristiana. Cristo es un hijo del pueblo de Israel. Sus primeros seguidores más estrechos, los apóstoles, comparten este origen, así como muchos de los primeros discípulos. Creer que el judaísmo es una fe extraña a la fe cristiana es como como negar no sólo su verdadera raíz, sino desconocer su historia y a las personas que le dieron lugar.

En definitiva, los primeros párrafos de la Declaración Nostra Aetate constituye una afirmación de los nexos estrechísimos que la fe cristiana reconoce en su propia esencia respecto de la fe judía. Se trata, no sólo de una afirmación histórica, sino doctrinal, que quiere poner de relieve el modo como la fe cristiana ha recibido la gran herencia religiosa del judaísmo como propia, no solamente en lo que se refiere al texto bíblico, sino a la visión del mundo, de D-os y, por supuesto, a una gran convicción de que servir al bien del hombre es hacer de este mundo lo que el Creador ha querido para sus creaturas desde el inicio.

Acerca de Mtro. Carlos Lepe Pineda

El Mtro. Carlos Lepe Pineda es licenciado en filosofía por la UNAM, graduado con mención honorífica. Fue becario en dos proyectos de investigación acerca de la filosofía mexicana de los siglos XVIII al XX. Publicó diversas obras bibliográficas y estudios especializados sobre el tema, en calidad de coautor, con el apoyo de la UNAM. Participó en reuniones nacionales e internacionales, como ponente, sobre filosofía novohispana, mexicana e iberoamericana. Es maestro en humanidades por la Universidad Anáhuac. Desde 1997 hasta 2012 colaboró con esta universidad como coordinador de área académica, director de humanidades y desde 2009 hasta 2012, como vicerrector académico. En este periodo centró sus estudios en la filosofía de la religión y las ciencias religiosas. Es uno de los compiladores de la obra “Textos para el diálogo judeocristiano” publicada por la Universidad Anáhuac y Tribuna Israelita, órgano de comunicación del Comité Central de la comunidad judía de México. Tiene un Diplomado en Teología por la Universidad de Salamanca, España y el Diplomado en Docencia Universitaria por la Universidad Anáhuac. Ha impartido cursos de Sagrada Escritura y Cristología; antropología filosófica, valores y ética, así como de Holocausto, entre otros. Actualmente es Director Académico y de Formación Integral de la Red de Universidades Anáhuac.

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