Narcisismo es el término popular que empleamos para definir la admiración desmedida, incluso patológica, que siente alguien por su propia persona y todo aquello que lo alude o lo refleja. Quien se atreve a escribir desafiando el espacio en blanco del monitor o de la cada día más inusual y ecocida hoja de papel experimenta sentimientos narcisistas comparables al del paracaidista en caída libre. Mientras que quien da corrección a ese mismo texto puede alcanzar, en un descuido, excitaciones cuasi orgásmicas.
No es necesario ser Felix Baumgartner, saltar a la estratosfera desde una altura de 38 kilómetros y romper la barrera del sonido para saber que todo lo que en la vida uno hace, sobre todo aquello que cada quien a su manera considera valioso o importante, requiere de conocimiento, entrenamiento y osadía. Y no pocas veces también de mucha negación de la Realidad (aquí, por ejemplo, algún corrector podría accionar la guillotina al inferir que he cometido un error de dedo poniendo en altas la primera letra de la palabra realidad, sin tomar en cuenta mi decisión –consciente– de intentar dar un matiz paradójico al concepto de realidad). Si no fuera así, nadie se atrevería a asomarse siquiera al cérvix del útero de su madre.
En el mundo hay hombres y mujeres dedicados a hacer todas las correcciones posibles a aquello que otras personas ya han hecho o han pretendido hacer. No importa que el objeto de nuestro afán rectificador sea una proeza irrepetible o un artículo periodístico. Lo que cuenta es producir la “corrección” (me pregunto angustiado si este entrecomillado sorteará los criterios departamentales).
Quienquiera que alguna vez haya ejercido el oficio correccional de un texto ajeno previo a su publicación, ya sea para una revista científica o para algún libro sobre salud mental, sabe que dicha labor es -to say the least-, agridulce (recórcholis, Batman).
La semana pasada tuve que corregir el relato de un colega a solicitud de un comité editorial X. ¿Quién soy yo –me pregunté en un momento dado– para cambiar la puntuación original tergiversando, desde el anonimato, el título de un texto que tal vez se propone sugerir un vínculo sutil entre la intención del contenido y una canción de los Beatles?
Fue imposible contenerme ejerciendo el encargo a cabalidad. Suprimí entrecomillados, cambié mayúsculas por minúsculas y viceversa, recorté todos los calificativos, cambié cursivas, desaparecí palabras y, finalmente, rubriqué mi Vo. Bo.
De ninguna manera me desanima, Dr. Rozanes –ponía el autor en su correo. Sin temor a equivocarme –siguió airado- éste es el mejor escrito que he realizado en mi vida. No debiera restarle mérito porque me considero poeta. Está lleno de emociones, inteligencia y estética.
Tiene claroscuros muy bien razonados y precisos. En cuanto a la introspección creo que muy pocos pueden atisbar el alma humana como yo.
El triunfo es muy mío, un triunfo del espíritu. Lástima que mi relato haya sido rechazado. Ustedes se lo pierden.
Y sí, efectivamente, nos lo tuvimos que perder.
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