Para Enrique, León y Daniel
El destino de los judíos polacos durante la Segunda Guerra me ha parecido siempre una de las historias más terribles de nuestra era. El pacto de no-agresión no sólo los dividió, sino que los sometió a la bota de Alemania y la Unión Soviética simultáneamente. Los polacos católicos no los consideraban verdaderos polacos, y en los campos de concentración ellos mismos fueron forzados a colaborar con los nazis en las cámaras de gas bajo la inimaginable figura del sonderkommando. Baste una cifra para entender su Holocausto: de los tres y medio millones de judíos que formaban parte de la población polaca en 1939, sólo trescientos mil sobrevivieron después del terror nazi.
Viejo testigo del horror, el Cementerio de Varsovia, inaugurado en 1806 y que con sus 33 hectáreas es el cementerio judío más grande del continente, languidecía en el abandono y sumergido bajo una profusa vegetación desde la guerra. Parte del gueto donde los alemanes llevaron a cabo ejecuciones masivas y bombardearon los edificios, el cementerio fue parcialmente destruido, y como muchos de los judíos sobrevivientes emigraron (la última oleada con la persecución comunista de los sesenta), el sitio fue olvidado. Pero con la caída del comunismo en 1989, y el resultante resurgimiento de la comunidad judía de Varsovia, el lugar está siendo atendido nuevamente.
Una imagen quizá pueda contrarrestar ligeramente el terrible legado de Auschwitz y sus campos subalternos: hoy, jóvenes de una docena de países de Europa (entre los que se incluyen Finlandia, España, Dinamarca, Bielorrusia y, sí, Alemania), cargando hachas, palas y diversas herramientas de jardinería, fatigan los antiguos corredores del Cementerio de Varsovia quitando la maleza y luchando contra las ramas de los árboles que amenazan con tragarse a las tumbas. Son jovencísimos (18 años en promedio; la coordinadora del proyecto tiene 24), no hospedan ningún tipo de odio y trabajan voluntariamente para restaurar aquel espacio ritual.
Miembros de la One World Association, los jóvenes apenas han conseguido limpiar una cuarta parte del cementerio tras un trabajo de meses y meses. “Es un proyecto muy largo que se llevará décadas”, dice el director del lugar, Przemyslaw Szpilman, y remata: “espero estar aquí para entonces”. Ellos, los voluntarios, sin duda estarán aquí, tal vez atestiguando cómo sus hijos terminan la tarea comenzada por ellos. Y en realidad no es una batalla contra los árboles ni contra la voracidad de la naturaleza, sino contra el olvido y a favor de eso que el nombre de su asociación dice con toda claridad: un solo mundo, un patrimonio compartido, una casa común.
Resguardando a unas 250 mil personas y aún activo, el Cementerio de Varsovia, testigo de la atrocidad, hoy vive un momento de restauración (en todos los sentidos) y hermandad que no debe pasar inadvertido en días en los que inverosímilmente renace el odio que atizó la Shoah. Yo me quedo con esa estampa de los improvisados y jóvenes jardineros que, en silencio, sudando, eliminando malas hierbas, le dan una lección a sus antepasados (y a sus contemporáneos también) que no supieron vivir en armonía.
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