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En reiteradas ocasiones literarias se asocia a los bosques con un espíritu melancólico mientras que a los desiertos con al espíritu de la locura.
“Alrededor del seis de octubre, las hojas suelen empezar a caer, en sucesivos chaparrones, tras una lluvia o una helada, pero la principal cosecha de hojas, el súmmum del otoño, suele ser alrededor del dieciséis” – así lo va contando en sus paseos solitarios el norteamericano Henry David Thoreau, enamorado, como tantos otros, de los árboles.
“¿Por qué todo ser excepcional es melancólico?”, se pregunta más o menos con estas mismas palabras Aristóteles respecto a los arboles como seres excepcionales. Se nos recuerda que Empédocles, Sócrates y Platón eran melancólicos. Se nos añade que Heracles conoció la locura y las ulceraciones, que Lisandro las úlceras, que Áyax la locura, que Belerofonte recorrió los desiertos. Se nos dice igualmente que el melancólico es un ser agitado, que el silencioso es muy a menudo extático. El color de la melancolía tiene un invisible tono violáceo, dormido en valles de largos horizontes, acostado en sinuosos matices. ¿Qué se ve desde la cumbre de la melancolía? ¿El paso de los años? ¿Aquel sueño que no logramos conquistar? ¿El anhelo de un paraíso perdido? La melancolía se nos escapa a la vuelta del camino de los días, al girar la cabeza hacia un pasado que no vemos, una risa que se esfumó, una mirada disuelta.
Erguidos sobre la melancolía aquellos árboles que vemos al fondo se alejan cada vez más y sus ramas acaban en un punto. Pero la melancolía, al parecer, está también aliada con la creatividad, como así lo comenta Jackie Pigeaud en “El hombre de genio y la melancolía”.
“Los melancólicos se entretienen en los lugares solitarios, como un bosque con árboles, y huyen de los hombres sin razón; lo mismo les ocurre a los hombres con buena salud cuando quieren dedicarse a investigar algo, que toman precauciones respecto a cosas que valen la pena”.
La literatura atribuye cualidades humanas, espirituales y trascendentales a los árboles, todos coinciden en que existe y se manifiesta en ellos un lenguaje de gloria.
¿Por qué Rubén Darío habla a los pinos? Sin duda, el poeta les atribuye cualidades humanas, los personifica, como si hubiera establecido con ellos un intercambio sentimental. Sus versos expresan la respuesta a lo que le han sugerido estos árboles, no en vano parece que piensen y sientan, como atestigua la atención que han recibido de poetas y pájaros a lo largo del tiempo.
Según el poeta, los pinos representan el paisaje mediterráneo, cuna de las culturas griega y latina; pues sus siluetas evocan gestos de estatuas y actores, y de sus troncos se hicieron mástiles de barcos, tablados de teatro y escaños para los parlamentos.
¡Oh, pinos, oh hermanos en tierra y ambiente,
Yo os amo! Sois dulces, sois buenos, sois graves.
Diríase un árbol que piensa y que siente
Mimado de auroras, poetas y aves.
Inclusive Darío va más allá y dice que los arboles tienen alma. Pero no siempre es así, para Guy de Maupassant los árboles son simples objetos naturales que sirven a los objetivos y necesidades de los hombres: “En el bosque sólo se oía el ligero murmullo de la nieve cayendo sobre los árboles. Caía desde … Ante la puerta de la casa forestal, una joven, con los brazos desnudos, cortaba leña a hachazos sobre una piedra” o “Un perro pequeño apresurado olfateaba el pie de todos los árboles, buscando restos de comida.” o “Loco de terror, conseguí al fin arrastrarme hasta fuera de la gran avenida y ocultarme de nuevo entre los árboles”.
Se hace pues una referencia a los arboles como vivos, o como fuente de vida, en cambio en “Los árboles mueren de pie”, una adaptación de Oscar Wilde, dicen los personajes: “Que no me vean caída. Muerta por dentro, pero de pie. Como un árbol”.
Los más famosos relatos literarios de árboles son relatos fantásticos, que cruzan la línea de lo posible humanamente, convirtiéndose la naturaleza en una fuente mística, como: “El árbol de la ciencia” de Henry James, “El árbol de la colina” de H.P. Lovecraft, “El fresno” de M.R. James, “El gran pino” de Mary Wilkins, “El hombre al que amaban los árboles” de Argenon Blackwood, “Ginius Loci” de Ashton Smith o “Las hojas secas” de Bécquer, “El árbol de la ciencia” de Pio Baroja, o “El árbol de las brujas” de Rad Bradbury. Henry James elabora a los arboles como contenedores de secretos, una capacidad divina el de la contención. Mientras que el hombre al que amaban los arboles nos narra la historia de un hombre que alza sus oídos al viento, escucha los murmullos del bosque y la brisa silenciosa que sacude las ramas. El bosque es denso, donde el aire es pesado y espeso. La vida se arremolina en un hermoso abrazo de raíces, verdes y grises. Transmutar solo en el bosque enciende la sensibilidad de los sentidos. El bosque es escenario de bibliotecas sombrías, arcanos, mansiones. Los árboles, en contraste con otros escritores que los definen como fuentes de paz y tranquilidad, son tenebrosos y mudos. De esto podemos comprender que los árboles son espejos del espíritu humano.
Incluso Voltaire envenenado de razonamiento político describe a los arboles como personajes, en su cuento “Escoger rey entre los árboles”, donde no el mejor árbol es elegido, el más alto, el que da mejor sombra o frutos, el más robusto, sino justamente el cardo, que no servía para nada y era espinoso. Pero Voltaire no escribe en verdad sobre los árboles, sino que usa al bosque como metáfora de la naturaleza de la supervivencia política humana.
“Me detuve como un árbol y oí a hablar a los arboles”
Es una frase que explica mejor la simbiosis literaria. Para que el escritor pueda escuchar a los árboles, o escribir sobre su voz, tiene que transformarse en uno de ellos, hacer una conversión no solo de raza, sino de elemento.
Edgar Allan Poe describió:
“La Naturaleza, no importa cuáles sean sus manifestaciones, es el río oscuro de los orígenes, siniestro y violento en algunos sitios, santo y transparente en otros. Este último fue el caso de los trascendentalistas, para quienes el mundo era un libro abierto a la vista de cualquier hombre que quisiera mirarlo con los ojos del alma. Eran poetas del alma, ciertamente; es decir, de esa parte del hombre que es una con la Naturaleza, una con los árboles y los arroyos y las briznas de hierba. Sin embargo, muy hondo en la materia humana, en la carne, en la sustancia de lo terreno, habita otra parte, menos divina, más aislada, más torturada que el alma: el corazón humano, del cual la Naturaleza es un reflejo preciso y terrible. Los árboles del corazón humano, a diferencia de los que crecen en el alma, parecen ser negros y levantarse resistiendo, sacudidos por espantosas tempestades”.
Muchos poetas y escritores han tomado a los árboles como tema de sus páginas e inspirándose en los árboles se han producidos bellos frutos, leyendas y páginas en prosa: simbolismos o artilugios, enriquecimientos literarios o descripciones literarias que reflejan la experiencia del autor, aun así ningún escritor pudo desafanarse de cierta majestuosidad y magicidad en el tema.
En La literatura oral americana, los árboles son figuras de juegos poéticos, como cuando dice: “los árboles se doblaban barriendo el piso con sus ramas”. Los arboles pues, son productos de magicidad.
Pero no es así, los arboles no son espejos de los hombres, sino al contrario, los hombres somos sus espejos, cultura producida por los árboles, somos sus obras. Los árboles son espíritus superiores, en la mayor parte de la literatura, no reconocidos. Dios es un espejo de los árboles, y los árboles son un espejo de Dios. Los hombres somos extensiones de los árboles, productos, obras espirituales. Y solamente al final de los tiempos volveremos a reintegrarnos con ellos, en espíritu, aunque la muerte y la pudrición es ya un consuelo de retorno a la calidez de sus raíces en la informalidad de la tierra.
Para Bertold Brecht hablar de árboles es un crimen porque implica silenciar tantos horrores. Mientras que según George Bernard Shaw: “Excepto durante los nueve meses que transcurren antes de aspirar su primer aliento, ninguna persona logra manejar sus asuntos tan bien como un árbol lo hace”. Según Khalil Gibran los árboles son poemas que la tierra escribe en el cielo, y Marcel Proust escribió que los árboles son una tribu pacífica y vigorosa. Pues, hay tantas formas de referirse a ellos.
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