Es uno de los símbolos esenciales de la tradición. Con frecuencia no se precisa, pero algunos pueblos eligen un árbol determinado como si concentrase las cualidades genéricas de modo insuperable. Entre los celtas, la encina era el árbol sagrado; el fresno, para los escandinavos; el tilo, en Germania; la higuera, en la India, el roble en Líbano. Asociaciones entre árboles y dioses son muy frecuentes en las mitologías: Attis y el abeto; Osiris y el cedro; Júpiter y la encina; Apolo y el laurel, significando una suerte de correspondencias electivas. El árbol representa, en el sentido más amplio, la vida del cosmos, su densidad, crecimiento, proliferación, generación y regeneración. Como vida inagotable, equivale a la inmortalidad. Simboliza, a su vez, el “centro del mundo”.
El simbolismo derivado de su forma vertical, transforma ese centro en eje del cosmos. Tratándose, pues, de una imagen verticalizante, el árbol recto conduce a una vida subterránea hasta el cielo, y se comprende su relación con la escalera o la montaña, como símbolos más generales de los “tres mundos”: inferior o infernal; terrestre o de la manifestación; superior o celeste.
El cristianismo (y en particular el arte románico) lo reconocen como eje entre los mundos y lo asimilan a la cruz de la Redención. De hecho, en la iconografía cristiana, la cruz está representada muchas veces como árbol de la vida.
Es interesante reconocer en la estructura del árbol la diferenciación morfológica correlativa a la triplicidad de niveles que su simbolismo expresa: raíces, tronco, copa. Ahora bien, las mitologías y folklores distinguen, dentro del significado general del árbol tres o cuatro matices, aunque éstos sean reducibles a un común denominador. En un principio, hay un “árbol de la vida” y un “árbol de la muerte”, siendo el segundo mera inversión del primero. El arbor vitae es un símbolo que surge con frecuencia y diversidad en el arte de los pueblos orientales. El motivo del hom (árbol central), colocado entre dos animales o seres fabulosos, es un tema mesopotámico que pasó hacia Extremo Oriente y a Occidente por medio de persas, árabes y bizantinos. En la ornamentación románica, el árbol de la vida aparece más bien como frondas, entrelazados y laberintos. Con frecuencia, la imagen del árbol se presenta invertida, es decir, con las raíces desarraigándose del cielo y la copa en la tierra. Así lo encontramos en las Upanishads, en el Zóhar hebreo y en el mismo Dante, que representa el conjunto de las esferas celestes como la copa de un árbol cuyas raíces (origen) miran hacia arriba (Urano, el cielo). Sin embargo, en la mitología nórdica, el árbol cósmico, llamado Yggdrasil, hunde sus raíces en el corazón de la tierra, donde se halla el infierno.
En el Génesis nos encontramos con la duplicación del árbol: un árbol de la vida y un árbol del conocimiento o del bien y del mal. El número dos se refiere al paralelismo de ser y conocer. Jung afirma que el árbol posee cierto carácter bisexual simbólico, y esta coniunctio ratifica el valor totalizador del árbol cósmico. El árbol del conocimiento permitía discernir entre el bien y el mal; el árbol de la vida concedía la vida eterna. Plantados en el jardín del edén, Dios prohibió comer de sus frutos como recuerdo y advertencia de la soberanía divina. El árbol del conocimiento suele ser descrito por su belleza y magnificencia, y su fruto, como un racimo de dulce fragancia. El árbol de la vida supera a los demás en altura y está rodeado por otros árboles aromáticos. Su fruto es parecido a los dátiles y sólo pueden probarlo los elegidos, los justos y los humildes. En la alquimia, el árbol con lunas significa la opus lunar (pequeño magisterio) y con soles la opus solar (gran obra). Para los alquimistas, el árbol de la ciencia recibe el nombre de “árbol de los filósofos”.
En diversas culturas el árbol se ha considerado sagrado. En la iconografía cristiana tiene asociada toda una iconografía. Es el eje entre los mundos inferior, terrestre y celeste. Coincide con la cruz de la Redención. La cruz está representada muchas veces como árbol de la vida. Este árbol de la vida surge por primera vez en el arte de los pueblos orientales; es el hom o árbol central colocado entre dos animales afrontados o dos seres fabulosos; es un tema mesopotámico que pasó a Extremo Oriente y Occidente por medio de los persas, árabes y bizantinos. Para las teogonías orientales el hom tiene un sentido cósmico, está situado en el centro del Universo y se mueve con la idea del dios creador. Dos árboles míticos o simbólicos mencionados por primera vez en la Biblia en el libro del Génesis. Estos árboles serían llamados “árbol del conocimiento del bien y el mal” y el “árbol de la vida”. En el paraíso el árbol de la vida estaba en medio del huerto, pero protegido de los hombres. En el claustro de la iglesia de Santa María la Real de Nieva en la provincia de Segovia, en algunos capiteles se encuentra la representación del hom oriental como símbolo del árbol de la vida:
Árbol con el león y el toro alados que representan a Marcos de Ostia y Lucas el Evangelista que están defendiendo al hom.
Los budistas, hinduistas y jainistas consideran sagrado cierto tipo de higuera llamada por ello higuera sagrada bajo la cual, creen, Buda alcanzó el nirvana. Yggdrasil es el árbol mítico de los nórdicos, un fresno perenne al que consideraban el “árbol de la vida”, o “fresno del universo”. Los antiguos sajones tenían también un árbol sagrado, Irminsul, que Carlomagno ordenó destruir cuando los atacó.
La diversidad de culturas son ricas como la ficción, hasta el punto que no se puede separar la una de la otra de tejidos que no tienen fin en significación. Donde hay lenguaje de por medio, no se puede separar la ficción de la realidad, no hay separación de una línea, el objeto físico de su fuente espiritual, y su propósito espiritual en la existencia.
Por cierto, todas las culturas y civilizaciones parecen provenir de un mismo tronco. Así que tiene que existir necesariamente un hilo que conecta lo sagrado con la ficción y el entretenimiento de las artes.
No es pues de extrañarse que los escritores en principio fueran sacerdotes, y los primeros hombres que usaron la escritura hablaron con Dios, o recibieron herencias literarias originarias del paraíso mismo.
Hoy en día no se requiere ser un creyente, un piadoso o un hombre de fe para ser escritor, todo hombre recibimos esta herencia en nuestros genes, mediante el lenguaje. Al conectarnos con el lenguaje nos conectamos con Dios.
Umberto Eco llamo a la mínima unidad del lenguaje, mientras que su servidor en sus tratados de semiótica y Cabalá La arqueología del lenguaje, halle la primera frase bíblica, no literalmente, sino en su tráfico de letras: “En el principio Dios creo el signo”.
La primera herramienta para comunicarse con la humanidad fue el signo, un vehículo, un instrumento, un regalo, de modo que todo ser participante en una cultura de signos, es decir, todos los hombres, somos participes de este regalo del cielo que es el cielo mismo concentrado como en una semilla. Aun en la tierra misma, y aun en la tierra cálida de la ficción.
Y aun siendo el escritor un crio espiritual, un inmaduro, un hombre sin ciencia, es participe de este regalo infinito.
En la literatura el árbol es símbolo del signo, el árbol pues no solo es una figura o personaje en la ficción, sino una unidad del infinito, aun del infinito imposible. Todo escritor, y casi todo artista se conectan con los árboles, que a su vez, son simultáneamente el inconsciente colectivo de las culturas y el génesis.
Y pasando de las cuestiones lingüísticas a cuestiones ecológicas y globales de los árboles y nuestro planeta, escribe Umberto Eco sobre la relación del paraíso y la tala de los árboles en este mundo real a los ojos de un gnomo, un explorador de otro mundo que viene a conocer la Tierra:
“Un emperador, como tantos que aún existen, quería conquistar nuevos territorios. “Si mis naves no descubren ningún continente nuevo, lleno de oro, de plata y de pastos al que pueda llevar nuestra civilización, ¿qué clase de ¿Emperador soy?” -se preguntaba-. No se daba cuenta que en el mundo nada quedaba por descubrir: todo tenía dueño. Era imperativo buscar un nuevo espacio intergaláctico, y envió un explorador en busca de un planeta habitado.
La belleza de sus árboles, ríos y peces contrastaban con sus pequeños hombres, ridículos, pero simpáticos. Eran los gnomos de Gnu. Decidió aterrizar en el planeta, y entabló un diálogo con el jefe de los gnomos. – Yo soy el Explorador galáctico y he venido a descubrirlos. Y el jefe de los gnomos respondió: – Nosotros creíamos haberte descubierto a ti. La pretensión del explorador era llevarles la civilización, todas las maravillas que los terrestres han inventado. El gnomo quiso saber cómo era la civilización de la tierra y el explorador lo invitó a que la observara desde su potente tubo de observación. El primer gnomo no vio nada, sólo humo. El explorador se disculpó: – He enfocado por error una ciudad. Luego observó una mancha negruzca. El gnomo se sorprendió, es caca. Y el explorador se excusó: – Debo de haber enfocado el mar. Luego vio una llanura gris, desolada, sin árboles y llena de latas y de plásticos. El explorador dijo: – Es el campo. Hemos talado los árboles y la gente tira desechos al suelo. Y así fueron los gnomos conociendo las maravillas de la civilización humana: las ciudades sin vida, los campos desolados, las autopistas atestadas de vehículos, los ríos sin vida, el hombre sin esperanzas. El gnomo ante ese panorama rechaza la oferta del Explorador galáctico, no quería que su planeta corriera la misma suerte. El explorador aún insistía sobre las maravillas del mundo, le habló de los hospitales y de lo que estos hacían por la enfermedad de las criaturas humanas. Pero los gnomos no sabían nada de la enfermedad, allí la gente no se enfermaba. Entonces preguntó por qué se enfermaba la gente. El explorador le respondió: por el consumo de cigarrillos, de bebidas alcohólicas, de alimentos contaminados, la inhalación de aire enrarecido y por llevar una vida demasiado agitada. Ante eso, el jefe de los gnomos le sugirió la posibilidad de que los gnomos vinieran a la tierra a descubrirnos. Les cuidamos los prados, los jardines, les recogemos los plásticos y las latas, les pondremos filtros a vuestras chimeneas, les enseñaremos a pasear sin coches y con tranquilidad. -Le inquirió- al cabo de unos años vuestro planeta, tal vez, se vuelva tan hermoso como nuestro Gnu. El explorador después de un tiempo volvió a la tierra, y le contó su aventura al Emperador y a sus ministros. El primer ministro puso muchos inconvenientes a la idea de que vinieran los gnomos a la tierra. Mientras hablaba resbaló en un chicle que había escupido otro ministro. Se fracturó las piernas, sufrió otras contusiones en el cuerpo. Quedó en el suelo en medio de los desechos que nadie recogía desde hacía mucho tiempo, respirando los gases que salían de las factorías y de los coches que pasaban”.
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