Tercera historia: “Tras el amanecer en la cátedra del nuevo siglo”
Primera parte
I
El amanecer era inevitable porque se comenzaba a teñir el cielo con ojos naranjas entre las nubes, y todo se llenaba de una gran dimensión de partículas de aire brillante. En el ciclo solar de un solo día se podían encontrar todas las respuestas a la inverosímil causa y procedencia humana.
Bernard Baum sonreía mientras releía su exitosa novela Un nuevo día sobre sí mismo en futuros probables como profesor de una universidad y se desparramaba en las columnas de sus críticos que había pegado en la pantalla de la computadora.
El College del sur en California se alumbraba como el principio de una película o cuento de hadas desvaneciendo los alumbrados eléctricos, y los profesores se apresuraban a vestir sus tacones y a crecerse las barbas. Lo más importante era imitar a la realidad con unas gafas y no dejar revelar las estrellas ocultas. Un nuevo día, un gran día seria. Un día para enseñar los confines de la incomprensible matemática de la ciencia, y el absurdo guante de las artes finas que eran zarpazos a nuevos continentes de las mentiras universitarias. A mediodía las canchas de deportes estarían en plena actividad, con porras y porristas, y se juzgarían y decidirían las entregas de becas a un nuevo siglo.
Bernard, profesor de literatura junto con John Barth, solía dar paseos entre los árboles del campus y luego llegar a las habitaciones exclusivas para los sapiens y beber. Se perdió en los pasillos de su mente frente al televisor encendido, y en especial le gustaba escuchar los sonidos estereofónicos de la computadora que era como una cuadra blanca de pájaros electrónicos rodeados de formas arquitectónicas dadaístas.
Solía dar paseos alrededor de los bosques en círculos con la esperanza de alguna vez llegar al centro de una realidad mágica, pero sus alumnos y allegados sabían que esto era imposible puesto que era un fan del alcohol cuyas especulaciones sobre las estadísticas eran mayores que sus goces y su espíritu de entrega a la comunidad estaban basados en delirios.
En el pasado se había conformado con vestir jerseys y camisetas de poliéster de colores suaves, pensando que estos le daban un aire de humildad, pero estos siempre desaparecían cuando uno se le aproximaba pidiendo arte en la interiorización de su ser. Su aliento era privado. No le gustaban las mujeres ni los hombres, y consecuentemente prevenía una explosión. La forma de hacerlo fue cambiando su vestir, decisión que tomo en uno de esos días de delirio, y desde entonces vestía de blanco, holgados trajes blancos de algodón y sombrero elegante con una cinta negra.
El plantel era variado, y había allí muchas docentes con cuerpos delgados parecidas a las partes de las televisiones descompuestas en los talleres de electrónica de los pueblos.
Iba al bosque y observaba el sol fruñir su ceño, en sus disponibles meridianos, y esperaba pacientemente a ver si lograba escuchar el susurro de los rayos sobre los arboles como en las películas de leyendas mágicas. No escuchaba nada así que comenzó a tratar a sus oídos con Q tips de algodón y líquidos de esencia anti bacterial.
Veía en los amaneceres excepcionales al gran sol como la majestuosidad de los tiempos que permitían dar la vida a los arboles quienes cantaban a la humanidad sus danzas y espíritus. En escenarios como la cafetería o el aula de directores discutía con docentes sobre el espíritu de la ciencia cuestiones como el oxígeno o la fotosíntesis donde en su teoría era una reducción física simplista sobre la verdadera esencia y fuerza de la naturaleza.
En las noches en las que se celebraban fiestas en las fraternidades se refugiaba en un pizarrón tratando de borrar todo pasado hueco de su personalidad. Era antisocial por excelencia y esto lo hacía atractivo ante la presencia de las mujeres, quienes no dejaban de observarlo como en la guerra, pero cuando desaparecía restauraba su desimportancia y no pertenecía a ningún sueño privativo del sexo opuesto. Había leído horas de vuelo sobre la homosexualidad de los grandes genios literatos y filósofos que regodeaban su ser en el castigo del auto de homosexualizacion.
Sus orígenes eran alemanes por lo que por supuesto había leído a Nietzsche y pasaba horas tratando de comprender sus dilucidaciones sobre las fuerzas trágicas de la naturaleza. Luego se sentaba frente a las canchas en una banca de metal y comía sus tortas de jamón. Los profesores mismos lo consideraban como un caso de retraso mental en una catarsis antinatural de genialidad, y de hecho en ello consistía su docencia y la cordialidad mutua no estaba basada sino en el reglamento. Pasando sus horas de clase volvía a su cuarto y prendía la televisión frente a la cual podía meditar junto con un buen tequila. No podía comprender en lo absoluto la diferencia entre los cactus del desierto mexicano y los árboles frondosos, y discutía en la tienda de la universidad donde vendían semillas si pertenecían a la misma familia, al mismo elemento vegetal.
No era un ecologista en lo absoluto, solamente un voyeur en la naturaleza, por lo que viajaba a los bosques en su auto deportivo de color blanco, y amaba la experiencia de ver los arboles pasar en el cristal retrovisor lo que confirmaba sus teorías sobre una presencia superior. A diferencia de los hombres, los arboles cuando tenían miedo y eran aniquilados en masa, no se ocultaban ni se escapaban, siempre estaban en el mismo lugar majestuosos y orgullosos de su raza. Jamás había desaparecido ningún árbol, cosa que no se podía suponer porque no era una tierra de leñadores sino una comunidad académica llena de idealistas y visionarios.
Los arboles aparecían en las películas o en la televisión, en fotografías o en obras de arte, y no se inmutaban, no padecían de ninguna crisis o catarsis, no buscaban la fama pero eran lo más resplandeciente y extenso en la geografía. Sus colores sin embargo si cambiaban junto con las estaciones lo que hacía constar que los arboles creían en la moda y en la trascendencia de su carácter externo.
Se aclaraba a si mismo que él no era un árbol, pues a diferencia de estos, si tenía miedo, huía o confrontaba, y si lo retrataban o pintaban se ruborizaba. No podría verse todos los días en todos los programas a sí mismo. Tampoco vivía en armonía con sus semejantes como los árboles con sus géneros, y a diferencia de ellos vivía espeluznado de los semejantes desarrollando veladamente constantes mecanismos de defensa aceptados culturalmente.
Los arboles no eran irreverentes, en cambio los hombres si lo podían ser, los arboles no conocían el auto exterminio, el hombre sí.
Fuera de clases y para añadir un dato anecdótico a su vida observaba pinturas o retratos de árboles en el internet, y buscaba cuentos cortos o poemas que fueran al grano. Pensaba como en las películas de fantasía habían argumentado que los arboles eran espíritus superiores que provenían de otras galaxias, y por lo mismo deseaba escuchar su música cósmica con su mente insípida. No lograba escucharlos y su mente estaba vacía lo que lo obligaba regresar a la rutina y luchar con sus vicios y servicios a la comunidad. No pertenecía a ninguna organización ecologista y jamás pertenecería. También, en cuanto a los mitos de que la era digital era la era de la redención de los arboles consideraba que eran patrañas y discursos de organizaciones políticas en contra del calentamiento global no eran sino estrategias para ganar escaños en el congreso. Los arboles eran infinitos, y ninguna explotación humana podría hacerlos dejar de existir. Los arboles siempre estarían en los bosques y en donde se los plantasen como en el jardín exterior que rodeaba a la iglesia de la universidad. Comenzó a hacer algunos dibujos infantiles con sus modelos a lápiz, a la vez que escuchaba música cósmica como An Ending (Ascent), soundtrack de la película Apollo de Brian Eno y Daniel Lanois, y así se imaginaba la música de los arboles danzantes y los murmullos cascabeleantes de sus ramas.
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