Si bien las negociaciones para llegar a acuerdos entre israelíes y palestinos fueron prácticamente inexistentes en los más de nueve años en los que el primer ministro israelí Netanyahu lleva conduciendo los gobiernos de su país —excepto por los pocos meses en los que John Kerry, bajo las órdenes del presidente Obama, forzó a las partes a sentarse a hablar—, en la actualidad, el panorama en ese sentido es infinitamente más sombrío.
Hoy la posibilidad de diálogo ha desaparecido por completo, con las gravísimas consecuencias que ello implica. El detonante de la crisis actual fue sin duda la declaración del presidente Trump de reconocer a Jerusalén como capital de Israel y la promesa
de mudar su embajada a esa ciudad, sin hacer alusión alguna a la reivindicación palestina de conseguir el establecimiento de su Estado independiente con Jerusalén orien-tal como su capital.
Aunque la decisión de Trump estuvo orientada más que nada a reforzar su base de apoyo doméstica, integrada en buena medida por las decenas de millones de cristianos evangélicos estadunidenses que votaron por él, debido a que Trump les prometía dar un paso tan esencial en la visión escatológica de redención mesiánica de esa corriente religiosa, sus consecuencias políticas están siendo devastadoras. Porque a partir de ahí se desató también una cadena de medidas antipalestinas tomadas por Trump, como la de recortar tajantemente la aportación de Estados Unidos a la UNRWA (Organización de Naciones Unidas para los Refugiados Palestinos), lo mismo que a los fondos tradicionalmente entregados como apoyo a la Autoridad Nacional Palestina (ANP).
El año pasado, la cantidad total aportada por EU a ambas entidades fue de 700 millones de dólares y ahora la cifra se ha reducido ya a la mitad. A esto se le agrega que Trump sigue amenazando con cerrar la representación palestina en Washington, con lo que el papel de mediador neutral y objetivo que EU ha jugado para resolver este añejo conflicto, ha desaparecido.
El domingo pasado, el presidente de la ANP, Mahmoud Abbas, acorralado y humillado, habló en la reunión del Consejo Nacional Palestino en Ramala. Dijo que la decisión de Trump cancelaba el papel de EU de mediador neutral en el conflicto, que los Acuerdos de Oslo estaban muertos, con todas las implicaciones que ello conlleva, además de que lanzó una diatriba antiisraelí que recordaba los lejanos años de la década de los setenta del siglo pasado, cuando la postura palestina era abiertamente negadora de la legitimidad de la existencia del Estado de Israel. Y si a ello se le suma que en la parte referente al gobierno israelí existe hoy una política de continuación de la expansión de los asentamientos y de rechazo a la fórmula de “dos Estados para dos pueblos” tal y como se ha aprobado oficialmente en el programa del partido Likud que comanda al gobierno, estamos ante un cuadro desolador.
Todo el trabajo de años de tendido de puentes, de acuerdos de cooperación y de esfuerzos por conciliar los intereses de los dos pueblos que de manera legítima, pero dificultosa, aspiran a satisfacer sus aspiraciones nacionales en ese reducido territorio, se han desmoronado vertiginosamente en estos últimos días. Se abre así una nueva etapa en la que el futuro no puede mirarse sino con pesimismo porque las posturas se han polarizado dramáticamente.
El actual gobierno israelí se está acercando a configurar un Estado binacional al pretender anexarse los territorios palestinos desde hace 50 años administrados por Israel como territorios ocupados, lo cual conducirá a una realidad ominosa debido a la disparidad de poder existente en la relación entre ambos pueblos. Como en las tragedias griegas, en estos momentos las decisiones y eventos contrarios a la conciliación de intereses se están concatenando para engendrar, probablemente, uno de los peores escenarios posibles para este dramático conflicto.
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