El fracaso de Akhenaton

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Egipto fue, es y seguirá siendo un enigma. En los días del rebelde Ahkenatón éste quiso hacer una revolución democrática de carácter solar en la que Freud vio, a comienzos del siglo XX, un anticipo de la obra de Moisés. Teoría refutada pronto por Martin Buber y con razón: Moisés reenlaza su destino con el de Abraham y Ahkenatón simplemente saca a la luz una verdad esotérica egipcia: el sol diurno y el nocturno son el mismo, no hay dos luces sino una. Mientras el del mediodía brilla para todos y ese esencialmente democrático, el de la medianoche sólo es discernible por la casta sacerdotal, que prefiere mantenerlo en la sombra, entre nubes de incienso, bajo las pirámides y los templos, de manera que no se destruya la jerarquía religiosa que administra sus horas y conoce su viaje nocturno. La revuelta de Akhenaton duró poco y está ligada a Tell el Amarna, fue valiente y fresca, pero el faraón no pudo convencer a las masas de que le ayudaran a desplazar a los sacerdotes, quienes finalmente se empeñaron en deshacer en poco tiempo los efectos de la revuelta del líder rebelde.

Esta historia del pasado egipcio que ocurrió a mediados del siglo XIV antes de la era común, en el llamado Imperio Nuevo, nos revela dos cosas significativas: la primera de ellas es que se necesita una gran líder, generoso y que de, en cierto modo, la espalda a su propio pasado para reformar su sociedad. Y la segunda, que por más éxito que tenga tarde o temprano será sepultado por la casta sacerdotal si no logra decapitarla antes.

Eso pasó, en cierto modo en Irán, donde los ayatolás-sacerdotes de turno-barrieron para el oscuro rincón de sus creencias ante los ojos asombrados de los norteamericanos y de todo el mundo y dieron un paso atrás cuando todo hacía pensar en un paso hacia adelante. Que sepamos, ni en Túnez ni en Egipto hay líderes visibles de la calidad de Ahkenatón. Para ser verdaderamente democráticos tendrían que tener una formación de la que carecen, no tener prejuicios ni resentimientos y sentirse acompañados por un soplo de libertad tan grande como el que conmovió los cimientos del mundo durante los primeros años de la Revolución Francesa, en todo sentido superior a la de la Rusia del período zarista, precisamente por ir acompañada de una conmoción parecida en el saber y, sobre todo, en el uso de las libertades y los derechos. No obstante, y si ello llega a acontecer, si de los estamentos de profesionales jóvenes de Egipto y Túnez ( y tal vez de Jordania), surgen tales líderes modernos y pujantes, para que tenga éxito su labor no pude ni debe ser contra Occidente, ya que de serlo estarían haciéndole el juego a Irán y atizando con ello la disputa sunni-chiita que aún arde bajo los rescoldos. En caso contrario, y si no se logra que la visión laica y democrática de la realidad triunfe, estaríamos ante el oscuro designio de lo que representan los Hermanos Musulmanes, caldo de cultivo de Al Kaeda y, peor aún, filósofos del pasado más vetusto y negro que podamos imaginar. Hoy por hoy es imposible predecir la evolución de los hechos que vemos desplegarse ante nuestros ojos. Los señores del la comunidad europea y de América deberían preguntarse por qué fracasó Ahkenatón y por qué, largos siglos más tarde, fracasó el Shah. En el supuesto caso de que la Historia sirva para algo, parece claro que en ocasiones se puede empujar su curso en una dirección más favorable a los intereses del mundo entero que a los de una pequeña casta de fanáticos, aunque eso pase por ser, a ojos de muchos, aliarse con la menos popular de todas las opciones.


Que el pueblo sabe lo que quiere es un mito falso y peligroso; que sabe lo que no quiere, una verdad incontrovertible. Esa es la razón por la cual se necesitan héroes y líderes, para ponerle una cabeza más o menos lúcida a la acéfala y brutal masa en la que, a veces, se convierten las naciones convulsas.

Mario Satz, escritor

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