Cuando en 1993 se estrenó la película dirigida por Steven Spielberg basada en la historia del empresario alemán que salvó la vida de 1100 judíos empleándolos en su fábrica de enseres de cocina, se inicia de cierta manera la comercialización de filmes sobre el Holocausto en el sentido que las historias contadas por Hollywood sobre muerte y supervivencia durante la Shoa son vistas y aceptadas por el público en general y ya no son relegadas a las salas de arte para ser vistas y comentadas por una selecta minoría.
Pero Hollywood no deja de ser Hollywood y aunque hubo muchos quienes dijeron que no verían la película, mi papá entre ellos, ya fuera porque sobrevivieron el Holocausto en el campo de concentración o fuera de él -mi papá entre estos últimos- revivir para unos el infierno que la película reproduce o imaginar para otros el final que padres y hermanos vivieron antes de ser exterminados, la película presenta un escenario muy apegado a los acontecimientos reales que estimularía memorias reprimidas e infligiría de nuevo dolor y trauma. Después de ver “Schindler’s List” supe por un testigo presencial y sobreviviente de varios campos de concentración que sí vio la película, que el “La lista de Schindler” de Spielberg no reproduce ni la mitad de lo que la vida y muerte en el campo fue y que, aunque no le quita el mérito que este intento cinematográfico tiene, la película es apenas una imitación mediocre del diario acontecer en un campo de concentración.
Me hubiera gustado oír la opinión de mi informante sobre la última película con tema del Holocausto del director húngaro Lazlo Nemes, pero mi interlocutor sobreviviente ahora solo sobrevive en el testimonio que filmó para la Fundación Shoa de Spielberg y en la memoria de quienes lo conocimos. Quizá hubiera coincidido conmigo que “El hijo de Saúl”, que ha sido nominada para el Óscar como mejor película extranjera, es la mejor aproximación al infierno terrenal de Auschwitz hasta ahora filmada. Curiosamente, tanto Lazlo Nemes como el actor principal, Geza Röhrig, son tercera y segunda generación de sobrevivientes respectivamente y su conocimiento acerca del Holocausto, como la de muchos de los espectadores, es en base a fuentes secundarias.
El filme narra dos días en la corta vida de un sonderkomando. La rutina del trabajo que se le ha asignado lo ha hecho insensible ante la violencia no expresa pero insinuada y luego imaginada por el espectador que tiene antecedentes históricos y ha sido educado en el tema de la Shoa por documentales, testimonios de fuentes primarias o secundarias y de lecturas. Somos los ojos de Saúl. Pasamos de espectadores a ser “cómplices en el crimen” -como Geza Röhrig expresa en una entrevista-, nos transformamos en el autómata insensible, el trabajador mecánico, el sobreviviente de unos días o del final que sobrevive no por astucia o por perversidad sino por casualidad.
La La genialidad y el logro de este joven director radica en que nos lleva de la mano a las puertas del infierno ajenos e indiferentes al ruido distante de la máquina exterminadora. Junto con Saúl, somos zombis obedientes. Somos el protagonista aletargado entre la locura y la cordura que recobra su poquita humanidad en la causa que se impone: enterrar al hijo que es el hijo de todos.
De Schindler a Saúl hay más de dos décadas de distancia pero al parecer, mientras más distante del periodo histórico, los filmes con tema del Holocausto penosamente se acercan cada vez más a las vivencias de las víctimas.
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