Los poetas persas destacaron en los juegos de palabras y fueron los primeros en establecer una analogía entre los ríos de la sangre y las venas de las rosas, las envolturas del corazón y la disposición de los pétalos de esa flor mística. Celebraban, los persas, sus fiestas al azahar del naranjo y a la flor del melocotón. Inventaron el azulejo empleado en las albercas o fuentes para mitigar la furia seca de los desiertos; encerraron al viento en el ney de los sufíes y al hacerlo tornaron audible su suplicio o su alegría en melodías de flauta solitaria e inmortal.
Adoraron el albaricoque, el higo y las uvas pasas. Pero sobre todas las flores cantaron al jazmín, ese minúsculo regalo blanco del reino botánico cuyo perfume entibia los párpados y refresca el aliento. Existió incluso una sociedad, llamada Los amigos del jazmín, cuyos miembros comparían altos secretos relativos al espectro del tiempo, sus despliegues, pérdidas y reencuentros. Lo cuenta Henry Corbin en uno de sus libros sobre el sufismo persa.
Si la fragancia del jazmín es más intensa de noche o al amanecer-momento en el que trabajan los creadores de esencias y deambulan como abejas ebrias junto a las matas los perfumistas-, también es cierto que su vida floral es de una fragilidad extrema: la menor brisa desprende las flores, que ruedan por tierra como lúnulas decapitadas que dijeran su último suspiro con un montón de pétalos dormidos. Hay ciudades, como Málaga, Córdoba o Sevilla, en las que el humor de sus habitantes depende a tal punto de estas flores, que ningún suceso humano es lo suficientemente trágico como para disminuir la alegre fragancia de la vida que esa flor comunica a quienes conviven con ella.
Quizás por esa razón, hace siglos, los poetas persas reflexionaron así: ´´ La desesperación (yas) es un error o una mentira(min´´. De donde quienes lo cultivan, lo huelen o simplemente contemplan atentos, se perciben alejados de la desgracia al menos durante unas horas, minutos o instantes. Cuando se tiene la dicha de permanecer un rato junto a ese prodigio de la familia de las oleáceas y es ese momento en que las estrellas abren en el cielo sus corolas de luz parpadeante, paralelo y meridiano se desanudan ante nuestra presencia y el mundo, suelto, se yergue por encima de la cartografía con el orgullo cándido de las vírgenes.
Si la desesperación es un error, la serenidad es un acierto, pero pasar de un estado al otro puede llevar años cuando se ignora lo que, en su lengua de etérea dulzura, dicen los jazmines. .Puesto que también puede interpretarse el persa min como mentira, ilusión, en ese caso el nombre de la flor indicaría, además, que entregarse a la desesperación es tomar la parte por el todo, la consecuencia por la causa, cosa que no vale demasiado la pena, pues aquello que un suspiro logra remediar-preferiblemente entre jazmines-, era, en realidad, menos trascendente de lo que imaginábamos. Aunque no todas nuestras desgracias se resuelvan con aromas, algunas gracias naturales las atenúan y dignifican. Esa pentámera criatura de los balcones y jardines andaluces así lo confirma.
Mario Satz: La cola del pavo real