En días pasados tuve que ir a Bet Hayim -el panteón-. Ya para retirarme llamaron mi atención tres mujeres alrededor de una tumba reciente (estaba sin lápida). Las tres mujeres como quien toca una puerta tenían en sus manos pequeñas piedras que golpeaban llamando en la tumba. Le hablaban a la tumba como si realmente les ecuchara.
Permanecí algunos minutos observando; de pronto una de ellas jaló de su blusa ya rasgada, ese pedazo de tela. Lo arrancó de su blusa, envolvió la pequeña piedra en él, así lo dejó para luego retirarse.
El proceso de luto en el judaísmo es muy singular, el rabino rasga la vestidura del doliente, y en señal de humildad y acato absoluto hacia D-os se sienta uno en el suelo por siete días. Yo he recorrido ese camino.
El luto en el alma es la presencia de un dolor tranquilo, llevadero, pero constante, no se puede decir que lastima, pero tampoco deja de lastimar.
Como la vida sigue -así es- el doliente al vivir después de su pérdida y con la variedad diaria de la vida, experimenta a veces alegrías pero como el recuerdo del ser querido que partió está presente, este hecho atenúa notablemente su contento.
Cuando la vida en si se manifiesta en su esplendor, el recuerdo aparece y ensombrece la sensación de gusto natural. Al escuchar una bonita melodía desearía uno que ese ser querido estuviera también. En una palabra ese ser humano que partió vive en muchas formas en el interior de su hermano, de sus padres, en fin de todos los seres queridos que sufren verdaderamente su pérdida.
Pasados alguno años, veces más veces menos, ese ser querido que ha sido nuestro compañero constante se empieza a alejar paulatinamente. Esto no quiere decir que nuestro cariño o su recuerdo ya no importan, importan y mucho.
Lo que realmente sucede es que nuestro periodo de luto llegó a su fin.
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