El manuscrito que unió a judíos y musulmanes, 2a. Parte

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PARTE II

Este era el libro oculto bajo la chaqueta de Dervis Korkut en 1942, mientras hacía de intérprete para el general Fortner. Fortner era muy temido en Sarajevo: además de estar al mando de su propia división del ejército, supervisaba un regimiento fascista croata conocido como la Legión Negra. Con la reputación de ser el más despiadado de los aliados nazis, la Legión Negra se dedicaba a masacrar a serbios y judíos; también torturaba y mataba a aquellos que eran sospechosos de simpatizar con la resistencia de partisanos. Después de la guerra, Fortner fue juzgado por estos crímenes por un tribunal yugoslavo. Fue ahorcado en Belgrado en 1947. En la oficina del director del museo, después de charlar durante unos minutos de temas sin importancia, Fortner fue al grano: “Y ahora, por favor, entregúeme la Hagadá “.

El director del museo fingió sentirse consternado. “Pero, general, uno de sus oficiales ya ha estado aquí y exigió que se la entregara”, le respondió. “Naturalmente, se la entregué”.


Korkut lo tradujo. “¿Qué oficial?”, gritó Fortner. “¡Dígame su nombre!”.

La respuesta fue astuta: “Señor, no me pareció apropiado exigirle que me diese su nombre”.

En los artículos especializados sobre la Hagadá de Sarajevo hay versiones contradictorias sobre lo que sucedió a renglón seguido. Algunas afirman que Korkut escondió el pequeño volumen dentro de la biblioteca y sencillamente lo colocó fuera de su lugar. Según la versión más dramática, saltó por una ventana y se deslizó por una bajante para dejar el libro en su escondite. Para conciliar las distintas versiones, busqué a Halima Korkut, la esposa del sobrino de Dervis. Halima, que trabaja en Arlington, Virginia, como profesora de bosnio de funcionarios del Departamento de Estado que se preparan para ocupar puestos en el extranjero, se siente inmensamente orgullosa del tío de su marido.

En mitad de la traducción de una reseña biográfica de su tío, Halima se detiene: “¿Sabe? Si realmente desea saber lo que pasó durante la guerra, debería hablar con su mujer”. Me quedé atónita al oír que la viuda de un hombre que estaba en la cincuentena al estallar la II Guerra Mundial todavía seguía viva. Desde luego, ninguno de los eruditos que habían escrito acerca del rescate de la Hagadá la había mencionado como fuente de información. Poco después viajé a Sarajevo para conocer a Servet Korkut.

Cuando los Korkut se casaron, en 1940, menos de un año antes de la invasión de Yugoslavia, Servet, de etnia albanesa, sólo tenía 16 años; Dervis era 37 años mayor que ella. En las familias albanesas los matrimonios concertados eran lo habitual. “Pero mi padre me preguntó si me gustaba Dervis, si quería casarme con él”, cuenta Servet “Aparentaba mucha menos edad de la que tenía. No me parecía mayor que yo. Me gustaba mucho. Y creo que esperó tanto para casarse porque me estaba esperando a mí”.

Servet recuerda con mucha claridad el día en que su marido se presentó en casa para comer con la Hagadá aún bajo su chaqueta. “Sabía que tenía un libro de la biblioteca y que era muy importante”, recuerda. Me dijo: “Ten cuidado, no lo cuentes. Nadie debe saberlo, o nos matarán y destruirán el libro”. Durante el almuerzo estuvo pensando qué hacer. Esa tarde salió de la ciudad con el coche hacia Visoko, donde vivía una de sus hermanas. Desde allí llevó el libro a una aldea remota de las montañas en los alrededores de Trescovitza, donde un amigo suyo era el kodza, o imán, de la pequeña mezquita local. Allí, según Servet, permaneció oculta la Hagadá, entre Coranes y otros textos islámicos. Cuando hubo pasado el peligro, “el kodza nos la trajo y Dervis la devolvió a la biblioteca”, cuenta Servet.

El rescate de un libro judío puede que sea el hecho por el que Dervis es más recordado. Pero lo que de verdad le importa a la familia Korkut es otro rescate, el de una joven judía. Mientras Servet y yo conversábamos a la luz crepuscular de aquella tarde de primavera, ella se sentía cada vez más transportada por los recuerdos de aquel otro rescate. Era una historia de valentía, traición y restitución. En abril de 1942, no mucho después de haber llevado la Hagadá a un lugar seguro, Dervis volvió a ausentarse de la biblioteca y a presentarse en casa de forma inesperada. Esta vez, recordaba Servet, necesitaba esconder a una persona. “Ésta es una chica judía’, me dijo. ‘Tenemos que mantenerla a salvo aquí”. Servet recuerda a una mujer joven, de poca estatura, con gafas y aspecto intelectual, que había sido una estudiante de último curso de instituto antes de que las leyes de números clausus impidieran a los judíos asistir a centros públicos.

“Por supuesto, yo la acepté”, cuenta Servet. Le dio uno de sus propios velos tradicionales musulmanes, un zar, que oculta el cuerpo y la mayor parte de la cara, como un chador. La chica se llamaba Mira Papo, pero los Korkut la llamaban Amira para hacerla pasar por una criada musulmana a la que la familia de Servet había enviado desde un pueblo albanés para que la ayudase con el pequeño hijo de los Korkut, Munib. “Le dije que si alguien aparecía en la puerta debía esconderse en la despensa”. Servet relata que las dos, ambas de 19 años, se hicieron muy buenas amigas. A pesar del tremendo riesgo, “me encantaba tener a alguien de mi edad conmigo”, afirma. “Me llamaba tita Servet”.

Mirta Papo, como la mayoría de los 10.000 judíos que había en Sarajevo antes de la guerra, provenía de una familia de sefardíes que hablaban ladino, descendientes de exiliados españoles que, a lo largo de los siglos, habían hecho el mismo viaje que la Hagadá de Sarajevo. Los Papo no eran ni prominentes ni prósperos: el padre de Mira, Salomón Papo, trabajaba como conserje en el Ministerio de Economía; su abuelo era un trabajador del campo que vendía semillas en el mercado callejero de Sarajevo.

No mucho después de que las fuerzas de la Ustacha croata iniciasen la limpieza étnica de Sarajevo eliminando a serbios y judíos, el padre de Mira cayó, junto con otros hombres judíos, en una redada y fue enviado a uno de los denominados campos de trabajo. Estos campos eran en realidad poco más que estaciones de paso de inanición y brutalidad en la ruta hacia las fosas de Bosnia.

A las mujeres se las llevaron más tarde ese mismo año. Mira desobedeció una orden de congregarse en un centro comunitario judío. Cuando descubrió que su madre y dos de sus tías estaban retenidas allí, se coló en el edificio trepando por una ventana trasera y las instó a que intentasen escapar. Cuando se negaron, dijo que se quedaría con ellas, pero insistieron en que se alejase. Desde un escondite vio cómo metían a las mujeres en camiones.

Mira se las arregló para huir de Sarajevo y se unió a la resistencia de partisanos comunistas. En esta etapa inicial de la resistencia había dos fuerzas antifascistas: los partisanos comunistas de Tito y el grupo mayoritariamente serbio de los chetniks, anticomunistas que buscaban la restauración del rey yugoslavo en el exilio, Pedro II. Durante algún tiempo los dos grupos enterraron sus diferencias ideológicas, pero, finalmente, los chetniks se volvieron contra los partisanos y, en marzo de 1942, éstos acabaron desorganizados, con muchas bajas y un número cada vez mayor de desertores. Tito ordenó una cruel reorganización de sus fuerzas. Les dieron instrucciones de esperar en el terreno durante medio día, hasta que las unidades reorganizadas abandonasen la zona. Luego debían regresar a Sarajevo. A todo el que desobedeciese le matarían.

Los judíos abandonados se dividieron en grupos pequeños de tres o cuatro personas para aumentar sus posibilidades de eludir las patrullas alemanas. Durante días y noches los jóvenes judíos recorrieron el bosque perseguidos constantemente por los alemanes y sus perros. Aquellos a los que descubrían solían morir de forma atroz. De los 30 partisanos, sólo unos cuantos lograron regresar vivos a Sarajevo. Mira era una de ellos.

“Entré en Sarajevo un día de primavera al amanecer. Las calles seguían vacías”, escribió más tarde. Llevaba unos cuantos huevos envueltos en una bufanda que le había dado la familia de una de sus camaradas. La madre de la chica también le había proporcionado documentos que permitieron a Mira entrar en la ciudad ocupada.

Exhausta y apesadumbrada, Mira vagó sin rumbo fijo hasta llegar al centro de la ciudad. Perdida en sus pensamientos, de pronto se dio cuenta de que había llegado al edificio del Ministerio de Economía, donde su difunto padre había trabajado como conserje. La única luz que había en el edificio a esas horas provenía de la portería. Mira oyó pasos y un hombre apareció entre las sombras. Ella le reconoció. El portero era un hombre decente y honrado que había sido amigo de su padre. “Pronuncié su nombre y el saludo tradicional bosnio: ‘Que Dios nos ayude”.

No la reconoció después del año de privaciones que había pasado. “Entonces me preguntó: ‘¿Eres Salomonova?’ (la hija de Salomón). Dije que sí con la cabeza y rompí a llorar”. El portero la llevó a un guardarropa y ella le contó la historia de su huida. Al terminar le dijo: “Sálveme si puede. Si no, entregúeme a la Ustacha”. Tomándola de la mano, la llevó a la portería del cercano Museo Nacional, donde estuvo esperando durante lo que le “pareció una eternidad”. El portero no había dicho “ni una palabra” y no tenía ni idea de cuáles eran sus intenciones.

Continuará…

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