“Viaje al fin del milenio “, se titula el libro del escritor A.B. Yehoshúa, que ha tenido enorme divulgación. Pero no se trata del tan esperado milenio que acabamos de experimentar, sino del anterior, el del año 999 D.C. Esta bien documentada novela histórica trata del desarrollo desigual y el enfrentamiento entre dos ramas del pueblo judío en ese período, cuando un judío procedente de Tánger, del mundo bajo dominio musulmán, se encuentra con las comunidades judías en las poblaciones junto al río Rhin, en la zona de la Lotaringia, que posteriormente se convertirían en el mundo ashkenazí. El sobrino del héroe, Ben Atar, viaja con mercancías que vende en la Europa central, y en virtud de que ha quedado viudo, se casa con una también viuda ashkenazí, quien, como parte del ambiente en el que vive, experimenta ya un repudio ante la situación existente en el mundo musulmán donde es posible tener varias mujeres.
Es aproximadamente en esa época cuando Rabeinu Gershon (Ben Yehuda Meor Hagolá), en el área de Mainz (960-1028 D.C.), considerado uno de los primeros grandes talmudistas y líderes espirituales del mundo ashkenazí, proclama su edicto de prohibición de bigamia (bajo pena de excomunión), junto con la ley que prohibe divorciar a una mujer sin su consentimiento. Es posible que la primera prohibición haya sido influida por la ley alemana de ese tiempo que Rabeinu Gershon conocía a fondo, y de ese modo aplicó también el principio talmúdico de que “la ley del país será tu ley”.
Pero, al relatar ese enfrentamiento, A. B. Yehoshúa cae (deliberadamente) en el mismo juego característico del período posterior a la Biblia, con respecto al mundo de las mujeres judías. En la novela, las esposas del judío oriental no tienen nombre, no hablan, no se describen sus sentimientos. A lo largo de toda la historia diaspórica, no hay esposas, madres, hijas, hermanas; las mujeres desaparecen, no sabemos nada de su mundo interior, de quiénes eran, de cómo soñaban, de qué se ocupaban. Un velo y una oscuridad total.
Por el contrario, en el mundo bíblico la mujer está siempre presente: desde la Madre de la Humanidad, Eva, que indujo a Adán a comer el fruto prohibido, pasando por las cuatro Madres del pueblo judío -Sara, Rebeca, Lea y Raquel- la poeta y cantora Miriam, las profetisas y jueces Devora y Hulda, la madre del profeta Samuel, las esposas de reyes como Mijal y Bat-Sheba, la heroica Judith, y muchas otras de las cuales, que aunque no sabemos mucho, están, actúan, influyen, aconsejan, intrigan. Y desde ya, la amada-poeta del Cantar de los Cantares.
La situación cambió con la salida a la diáspora tras la expulsión: todo el mundo judío se empieza a centrar alrededor del estudio e interpretación de la Torá, y de la
creación del código legal del pueblo judío en el Talmud. Estas áreas estaban prohibidas a las mujeres, quienes desaparecieron totalmente de los textos. Como si la mujer en tanto individuo no hubiese existido: desde el Tanaj hasta poco antes del Palmaj, no están. Durante casi 1.900 años no escriben (pues ni siquiera tienen la obligación de aprender a leer), no se trasmite lo que hablan, no sabemos cómo actuaban, de qué se ocupaban, cuáles eran sus sueños y cuáles sus esperanzas. Alejadas del estudio, lo están también de los centros de poder.
Son tan contados los casos de mujeres judías que salieron a la luz pública, que, cuando lo hacen, aparecen en toda su grandiosidad. Tal es el caso de Gracia Mendes (1510-1569), nacida en España como Beatriz de Luna. Dueña de una enorme fortuna, se convierte al catolicismo por presiones sociales, emigra a Portugal y a los Países Bajos, retorna al judaísmo y finalmente se establece en Constantinopla. Como una verdadera luminaria destaca su figura, que tanto ayudó a cripto-judíos en diversos países a volver a la fe mosaíca. Su intento de boicot al puerto papal de Ancona, como protesta por la quema de marranos en ese lugar, nos legó un ejemplo a seguir. Parece mentira que, fuera de ella, en el mundo sefaradí, del cual salieron figuras tan prominentes y grandiosas como Maimónides, Ibn Gabirol, Ibn Ezra, Yehuda Halevi, etc., no hay constancia de alguna otra mujer que podamos nombrar.
En el mundo ashkenazí la situación no fue mejor: un velo absoluto. Como una pequeña ventanilla a ese mundo femenino quedaron los “Recuerdos” de Glikl de Hemil (1645-1724), en la zona alrededor de Frankfurt, quien en 1680, ya viuda, escribe en ídish un maravilloso compendio donde relata sus dudas y problemas, su mundo interno como madre y esposa en la sociedad de su tiempo; con ello, sin proponérselo nos introduce a la sociedad judía, la vida cotidiana, la educación, la cultura y los problemas económicos de la época. Claro que se trata de una mujer de posición desahogada, quien tuvo acceso a la posibilidad de adquirir cultura y conocer también los textos bíblicos. Cuestra trabajo concebir que toda esa obra la escribió en sus noches de insomnio, y sólo con la intención de que sus hijos y nietos conociesen su vida y los problemas y penurias que tuvo que pasar para sacarlos adelante. Es prácticamente el único documento escrito por una mujer en esa época que ha sobrevivido hasta nuestros días.
Casi 150 años después (en 1780), aparece “Las palabras de Rajel“, poemas escritos en hebreo por Rajel Moputo, miembro de la conocida familia Luzzato que vivió en el norte de Italia en áreas bajo control del Imperio Austro-Húngaro. Rajel demuestra un profundo conocimiento de las obras de la poesía sefaradí de la Edad Media, cuyo vocabulario copia profusamente. Escribe consciente de que nadie la leerá o conocerá lo que escribe. ¿Quién en el mundo judío de esa época se atrevería a leer poesía escrita por una mujer?
Lo que sí ha quedado de esas épocas son cartas, uno de los campos permitidos y desarrollados por mujeres en la Europa oriental, y en las cuales nos relatan (aunque poco) sus problemas íntimos y familiares.
En el siglo XIX sobreviene la gran apertura. Ya en la primera mitad, sobre todo en Alemania y Polonia, las mujeres, al no estar obligadas a estudiar la Torá, tienen la libertad de atender colegios estatales y toman contacto con la cultura y los idioma locales -alemán, ruso, polaco – campos vedados a los varones que se dedicaban solamente al estudio de los textos religiosos. A principio de ese siglo tenemos ya en Alemania a Henriette Herz y Rahel Levin, promotoras de los salones culturales, “utopías en miniatura” en donde, por primera vez, se encontraron en igualdad de circunstancias prominentes poetas, filósofos, nobles y diplomáticos alemanes con judíos destacados.
Uno de los propósitos del la ilustración (la Haskalá), que aparece en la calle judía en la segunda mitad del siglo XIX, es divulgar la cultura judía secular entre las masas apretujadas en la Zona de Residencia. Escritores pertenecientes a este movimiento como I.L. Peretz y Sholem Aleijem, que escriben en “yargón” (ídish), protestan contra la injusticia en la que vive la mujer judía. Pero ellas no hablan, los hombres protestan en su lugar; ellas están en el trasfondo y ni siquiera aparecen como personajes principales. En “Tuvia el lechero“, es el padre de las siete hijas quien habla por ellas; en boca de las jóvenes hallamos muy contadas frases. De ese modo, seguimos sabiendo casi nada de su mundointerno. Mucho tiempo tardó Sholem Aleijem en escribir su monólogo “La olla“, en el cual el narrador es una mujer, quien, aparentemente de manera deshilvanada (como hablan las mujeres), nos conduce a un final lógico: la injusticia ante la que se enfrenta una pobre viuda que teme que el rabino declare impura su única olla en la cual cocina el caldo de pollo para su hijo tuberculoso, debido a que la vecina salpicó de leche el horno que ambas emplean.
A fines del siglo XIX tenemos ya mujeres que cursan estudios superiores, y muchas de ellas son médicas, farmaceúticas y maestras; abiertas a la cultura del medio ambiente, se convierten en el canal de modernización del mundo judío.
Recordemos los cantos de las primeras pioneras en Palestina, donde nos describen con qué cariño leían a Pushkin en el granero.
Las mujeres empiezan a militar en números respetables en movimientossocialistas y anarquistas con la esperanza de que el cambio socio-político traiga aparejada una mejora en la condición femenina. La más distinguida de este grupo es Rosa Luxemburgo, economista y líder político en Polonia y Alemania, quien fue fundadora de los movimientos comunistas y obreros en esos países, y escribió obras de carácter político. También Bertha Pappenhaim fue activa luchadora feminista. En los Estados Unidos recordamos a Emma Gutman, política y escritora anarquistas que tanto luchó por mejorar las condiciones obreras, y Ema Lazarus cuyo poema está inscrito en la estatua de la libertad a la entrada del puerto de Nueva York.
Aun entonces pocas mujeres escriben, se escribe sobre ellas. Sólo a principios del siglo XX las empezamos a ver como verdaderas creadoras en toda la diáspora judía: en Estados Unidos, Rusia, Polonia, Alemania y la entonces Palestina. Como un verdadero grifo que se mantuvo cerrado y vedado, las mujeres se vuelcan, y escriben sobre sí mismas y sobre su problemática interna.
El caso de Margarita Sarfatti en Italia es impresionante. Llamada “la madre del fascismo” fue la mano derecha de Mussolini durante 20 años. Fue su amante y compañera ideologica. Le ayudó a planear la “marcha sobre Roma”, publicó artículos en su nombre, dirigió la revista fascista, pero fue despojada de todas sus funciones y poderes en 1938 al publicarse las leyes raciales.
Sería difícil enumerar la enorme producción literaria de la mujer judía en el siglo XX. Baste con nombrar a Premios Nobel de Literatura como Nelly Zacks y la sud-africana Nadine Gordimer; en Eretz Israel, Rajel, Dvora Barón, Zelda, Lea Goldberg, Dalia Ravicovich y muchas otras.
También en el mundo ortodoxo, donde frecuentemente la mujer mantenía el hogar con su trabajo para que el marido pudiese dedicarse a estudios religiosos, la apertura ante la que éstas se enfrentan cuando terminan carreras académicas y ocupan posiciones económicas importantes, les crea conflictos con maridos recluidos en un mundo diferente.
Los cambios en la vida social general abrieron el campo a la mujer judía, la cual activa actualmente en prácticamente todas las carreras, tanto intelectales como académicas, profesionales y políticas. Como caso ejemplar tenemos a Ada Yonath, quien este año recibió el Premio Nobel en química, premio que sólo cuatro mujeres han recibido
En Israel, en el campo político recordemos a la primer ministro Golda Meir; recientemente Tzipi Livni casi alcanzó ese puesto. Muchas mujeres son abogadas, médicas, directores de bancos. Tenemos a la Presidenta de la Suprema Corte Dorit Beinish y hemos tenido a Miriam Ben Porath como contralor general. Hay actualmente 21 parlamentarias mientras que hubo sólo 11 en la Primera Knesset. Son enormes los logros, que todavía podrían ser mayores si a veces no se escuchasen aún ecos “machistas”.
En México la situacion ha sido similar. Se podría escribir todo un artículo sobre los alcances de la mujer judía (y no judía) en todos los campos.
Con un juego de palabras, diríamos que hubo que esperar hasta la época cercana al Palmaj, para que la igualdad de la mujer judía adquiriese proporciones que han rebasado los roles que alguna vez tuvo en el Tanaj.
Publicado en: Aurora
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