“El Presidente”, un cuento de Isaac Leib Peretz

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Don Lóijenen, el presidente de la sinagoga, llegó a su casa fatigado de la labor diaria. Le salieron al encuentro los aromas de su cocina, el olor de la carne y el perfume de las manzanas hervidas.

Don Ióijenen apresuró el paso y se dirigió a la habitación siguiente. Allí lo recibió Soshe, su esposa, no muy amistosamente.

– ¡ Inútil !- gritó iracunda, no bien vió aparecer al presidente en el umbral de la puerta.


– ¿ Qué te pasa?- preguntó don Ióijenen, sentándose en una silla.

– ¿ Todavía lo preguntas? ¡ Todo tu tiempo lo dedicas a las actividades sociales! ¡ Inútil ! ¿ Cuándo harás algo para ti ?

– ¿ Para mí ? – preguntó extrañado el presidente-. ¿ Qué tengo que hacer para mí ? Nuestros hijos, gracias a d-os, están todos independizados. A nosotros no nos falta nada. ¿ Qué tengo que hacer para mí ?

El hombre paseó su mirada en redondo por la habitación.

– Veo- añadió- que la cama está hecha y los utensillos pulidos, y yo no intervine para ; paredes no las toqué, y sin embargo no veo ni una sola telaraña. La mesa está puesta; el mantel, blanco como la nieve; los cubiertos resplandecientes como el oro. Veo, además, un plato de rábanos, condimento, una botella de branfen…

– ¡ Déjate de chácharas y vete a la lavarte las manos !

– No, Soshe, no iré a lavarme hasta que no reconozcas que tengo razón. Aquí, en casa, no tengo nada que hacer, y allí, en cambio, en la sinagoga, tengo mucho que hacer.

Si yo no me ocupo, ¿ quién se va a ocupar ? No será Ioshke, el tendero, que nunca tiene tiempo para comer. Ni Iejiél, el vendedor ambulante, que se va de su casa los sábados por la noche, inmediatamente después de la havdalá y no regresa hasta el viernes siguiente.

Ni Rubén, el prestamista, que se pasa el día sacando monedas a los pobres. Ni alguno de los pobres artesanos, que se ganan fatigosamente el pan.

– Bueno, está bien. Ya me pasó el enojo.

– No importa. Sé que te pasó el enojo. Pero quiero demostrarte que, después de todo, lo que hago es también para mí. Mira, Soshe, mi cabello y mi barba. ¿ Los ves? Están canosos. Ya no soy joven. Y a mi edad ya debo pensar en prepararme para el viaje…

– ¿ El viaje? ¿ Qué viaje? – preguntó Soshe con asombro, pero en seguida comprendió las palabras de su marido, y exclamó asustada- ¡ Dios libre y guarde! ¡ Calla ! ¡ No hables! ¡ No vuelvas a decirlo! ¡ No hay que provocar al diablo !

– No temas, Soshe. Tú también has pasado los veinte…

¿ Qué responderemos cuando nos pregunten, allá, qué hemos hecho en este mundo?
¿ Tendremos que limitarnos a decir que nos hemos pasado la vida comiendo y bebiendo?

¿ Que dirá d-os a esto? Tú, al menos, podrás defenderte alegando que te ocupabas de reunir dinero para las novias pobres…

– ¡ Calla, por favor !- regó Soshe, temerosa de que sus palabras perjudicaran la recompensa que esperaba recibir en el otro mundo.

– Por eso quiero hacer buenas obras…

– Está bien, está bien. Haz lo que quieras. Vete a lavarte.

– Otra cosa- prosiguió el presidente-, ¿ Recuerdas Soshe, tu vestido de bodas, el de seda con vivos plateados ?

– ¡ Cómo no lo voy a recordar !

– ¿ Que te parece si lo regalas a la sinagoga, para hacerle una cortina al tabernáculo?

– ¡ Sí, cómo no! Voy ahora mismo…

– Aguarda, Soshe, aguarda. Ya lo llevé. Y ya está cubriendo el arca.

– ¡ Ladrón- repuso sonriendo la mujer.

Entonces don Ióijenen fue a lavarse las manos y se sentó a comer con mucho apetito. Dijo luego las bendiciones y se acostó a dormir.

*

El presidente se durmió y su alma subió el cielo e hizo la siguiente anotación en el libro de las buenas acciones:

” Yo, Iójenen ben Sore, trabajé todo el día en una actividad santa; teniendo en cuenta que yo y mi mujer Soshe vivimos en una hermosa casa, mientras la casa de d-os, la santa sinagoga, necesitaba ser reparada, contraté obreros para llevar a cabo la refacción. Hoy trajeron también dos bancos nuevos y una mesa nueva.

Ordené, además que limpiaran el piso, las paredes y todos los útiles sagrados. He puesto un candelabro nuevo en el altar de la pared oriental. Para el candelabro no había en caja más que trescientos guilden; el resto lo puse de mi bolsillo: cuarenta y cinco guilden con dieciocho groshen.

De parte de mi muje soshe mandé hacer una cortina de seda, que se agrega a sus actividades de recolectar dinero para las novias. Que d-os lo recuerde en su favor. En la sinagoga todo quedó satisfactoriamente concluido y advertí al sacristán que no volviera a dejar entrar a nadie a dormir a la sinagoga, para que la casa de d-os no se convierta en un dormitorio de la plebe. Le recomendé que no se olvidara de cerrar la puerta por la noche.

Mientras el alma del presidente escribía, llegó volando otra alma y anotó lo siguiente en su libro:

” Yo, Berl ben Iehudis, soy septuagenario y he trabajado siempre para ganarme la vida, mientras me daban las fuerzas. Cuando llegué a viejo y perdí las fuerzas, no pude seguir trabajando y tuve que ir a mendigar a las casas. Al principio no me fue mal. Los vecinos acomodados me conocían y me ayudaban. Pero poco a poco se fueron cansando, y sólo de vez en cuando me daban un pedazo de pan, generalmente tan duro que si me quedaba en mi pueblo moriría de hambre; me fui y llegué hasta aquí. Hacía mucho frío y quise pasar la noche en la sinagoga, como se acostumbra en los pueblos judíos. Pero el sacristán había cerrado la puerta con llave, y no me dejó entrar. El presidente le había ordenando que no dejara entrar a nadie a dormir en la sinagoga, para no convertir la casa de d-os en una posada. Ahora duermo en la calle, y el frío me congela la médula de los huesos. Tengo hambre y un frío terrible. Dime, Señor del universo, ¿ a quien le hace más falta la sinagoga, a ti o a mí ?

*
Y se oyó una voz que salió del cielo y dijo:
– ¡ Que comparezcan ambos ante el tribunal supremo !

Al día siguiente encontraron al presidente don Ióijenen muerto en su cama, y a un viejo mendigo muerto de frío en la calle, junto a la sinagoga.

Fuente: Mensuario Identidad

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