El pueblo de Israel: un viaje histórico-teológico

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A propósito de la celebración del Rosh Hashana (Cabeza del año) del pueblo judío (celebrada en este mes de septiembre), escribo este artículo; a partir del libro Los judíos, el pensamiento judío: la experiencia histórica judía, de Robert M. Seltzer; en particular el capítulo 1, “La historia de Israel desde sus orígenes hasta el siglo VI a. e. c.”. En él, el autor da cuenta —en forma sintetizada— de los periplos históricos por los que pasó el pueblo de Israel, en la época que aborda; para ello, aclara algunos conceptos torales y reflexiona sobre el sentido de los sucesos que refiere, apoyándose en algunas miradas e hipótesis de estudiosos de la materia. Un aspecto importante en su estudio es un viaje histórico-teológico. Al respecto, Darío Antiseri muestra la diferencia entre un discurso teológico y uno religioso. El primero —dice— es un discurso <sobre Dios>; el segundo, en cambio, es un <hablar a Dios> (El problema del lenguaje religioso, pág. 119). Se trata de la historia de un pueblo, sí, pero desde su hablar con Dios, incluso desde la monolatría (hay varios dioses, pero uno es el que vence a los demás) que refiere Seltzer.

Es importante tener claro lo que estamos diciendo (el qué) y su propósito (el para qué). Esto permite no sólo profundizar en lo que se dice, sino también —y no en menor medida— mantener un hilo conductor coherente en el discurso. El primer concepto que es necesario considerar (y que aclara el autor) es el de “judaísmo”. Seltzer dice que este término es impreciso porque sólo refiere una parte del pueblo de Israel, es decir el pueblo de Judá; sin embargo —aclara— lingüísticamente nos llegó del latín judæus, proveniente del griego ioudaios, aunque —hay que subrayar— ambos provienen del hebrero yehudí. Llama la atención que apenas hasta hace 200 años los judíos empezaran a llamarse así: <judíos>. En todo caso, el término correcto es el de «pueblo de Israel», esto porque en la Torá está escrito: “Escucha, Oh Israel, al Señor nuestro Dios, El Señor es Uno” [Deut 6:4] o Am Yisrael el Pueblo de Israel, o, sobre todo en la época bíblica, B’nai Yisrael (hijos de Israel, israelitas)”. De hecho, esto está relacionado con el Shemá, que es lo que dicen desde pequeños: “Es lo primero que aprende un judío de niño y son sus últimas palabras antes de morir” (Kaplan, pág. 3): “Baruj Atá Adonay, Elo-henu Mélej haolam […]” (Bendito eres, Señor, nuestro Dios, Rey del mundo” (Kaplan, pág. 13).

Por otra parte, menciona que el nombre <Jehová> “probablemente se originó tras un intento desafortunado para combinar las consonantes hebreas YHVH [tetragrámaton], que quizá se pronunciaba originalmente Yahvé, con las vocales de Adonai, la palabra hebrea para Señor” (págs. 3-4); sin embargo —continúa— “después de la época bíblica, la palabra Adonai se sustituyó por YHVH o Yahvé; como muestra de reverencia y respeto los judíos ya no pronunciaron el Nombre inefable” (pág. 4). Esto muestra, entre otras cosas, como afirmaba al inicio, el sentido de que es un pueblo que, para entender su historia, es preciso comprender su relación con Dios: no sólo hablan de Él, como culto; sino que hablan con Él como parte de su propia identidad histórica.


Seltzer nos advierte la importancia de observa que “la narrativa [bíblica] pretendía ser el relato definitivo de un drama universal construido alrededor del peregrinaje de un pueblo a través de los años” (pág. 4); sin embargo, —como advierte el autor— el historiador moderno investiga sobre las causas del proceso histórico, dejando de lado (es escéptico, v. pág. 5) la intervención divina; es decir, aunque sabemos que la historia de Israel está relacionada estrechamente con Dios, aun así, es necesario dejar de lado la parte divina para comprender el desarrollo de un pueblo de un contexto espacio-temporal; en dos sentidos, a partir de las fuentes escritas y los descubrimientos arqueológicos (materiales y documentos literarios, v. pág. 5); en el primer caso, sin embargo, se considera de suma importancia comprenderlas en su carácter en que fueron escritas: fueron redactadas (pág. 5), es decir, reescritos durante varios siglos.

Por otra parte —y esto me parece de suma importancia— es necesario distinguir dos tipos de temporalidades: primero, el tiempo en que fueron escritos los textos bíblicos; segundo, la época que refieren dichos textos, pues a partir de ello es que se puede comprobar si fueron escritos en la época que abordan, o si, por el contrario, son de épocas muy posteriores. Esto trae —como consecuencia— la importancia de comprender los textos que incluyen “elementos legendarios”, como parte del Pentateuco, Josué y Jueces (v. pág. 6); a diferencia de Samuel 1 y 2 y Reyes 1 y 2, que “trabajaron directamente con fuentes escritas cercanas a los eventos que describen” (pág. 6). En particular, el autor advierte la necesidad de diferenciar los textos escritos a finales del silgo XI a. e. c., con respecto de los escritos hasta el siglo VI a. e. c., ya que después de este período se escribieron textos con una mirada diferente de la anterior, esto porque se concentró el culto a Yahvé en un solo lugar: el templo en Jerusalem, a diferencia de como se hacía antes, que se le adoraba en muchas partes, en el norte sobresalía Betel, y, antes de su destrucción, en Silo, donde guardaban el Arca de la Alianza.

La historia del pueblo judío no se reduce a su historia. En todo caso, es la historia de un pueblo que se le comprende en y desde su propio pensar. Un pensamiento que, aunque se fue amoldando a estructuras de la época, mantuvo una idea de identidad propia: ser el pueblo elegido por Dios. Así, como afirma Rosenzweig: “el pensamiento […] funda […] la unidad del ser” (pág. 34). ¿Y qué otro ser puede ser más ser que el que se reconoce desde su relación con su Creador, quien le dio origen y sentido histórico?

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