Hoy, en lugar de analizar algún tema de coyuntura, recomendaré una película. Me refiero a Lincoln, filme dirigido por Steven Spielberg.
Se trata de una extraordinaria cinta en todo el sentido de la palabra. Sus atributos positivos son varios, pero destaca uno: el magnífico retrato que hace del liderazgo de un hombre de carne y hueso.
El presidente estadunidense aparece como un padre de familia atormentado por la muerte de uno de sus hijos y temeroso de que otro pueda enlistarse en el ejército yanqui con la posibilidad de morir en el campo de batalla. Mientras tanto, el menor de ellos juega en la Casa Blanca vestido de soldadito. En una reunión de gabinete, el secretario de Defensa se queja porque un mapa está incompleto, parcialmente quemado, porque el niño otra vez estuvo jugando en la oficina de su padre.
Spielberg nos presenta un Lincoln friolento que se pasea por su casa con una cobijita en sus hombros. Un presidente que habla con la gente como si fuera el tendero de la esquina. Que recibe a los ciudadanos comunes y corrientes que le expresan todo tipo de demandas. Que le saca punta a un lapicito que utiliza para tomar notas. Que se divierte muchísimo contando todo tipo de anécdotas. Que consulta las opiniones de los telegrafistas. Que saca un breve y simpático discurso del fondo de su enorme sombrero de copa.
Gran tipo este hombre de carne y hueso que resulta ser el presidente de un país dividido y enfrentado en una guerra sangrienta. La cinta demuestra lo que es ser un líder político en un momento crítico. Lincoln enfrenta un terrible dilema. El sur está perdido y los confederados están dispuestos a negociar la paz con los del norte. Pero el presidente sabe que, si la guerra termina, la esclavitud seguirá siendo legal. Se necesita, por tanto, que la Cámara de Representantes apruebe la decimotercera enmienda a la Constitución que proscribe la esclavitud. La iniciativa, que ya fue aprobada en el Senado, se encuentra atorada en la Cámara baja. He ahí el dilema que enfrenta el presidente: terminar la guerra, salvando muchas vidas, pero con el riesgo de que la esclavitud siga siendo legal, o empeñarse en pasar la enmienda, prohibiendo la esclavitud, pero con el peligro de prolongar la matazón.
Contra la opinión de la mayoría de sus secretarios y consejeros, Lincoln, con muchas dudas, se inclina por lo segundo. La enmienda se convierte en prioridad. Necesita que la voten dos terceras partes de los representantes. Eso implica que todos los legisladores de su partido, el republicano, voten a favor. Pero faltan 20 votos que tiene que conseguir de un partido opositor tremendamente racista. La película nos cuenta cómo el presidente consigue los votos, persuadiendo, manipulando, amenazando, mintiendo y hasta corrompiendo. Bien lo vale una reforma constitucional tan trascendental.
Lincoln, gracias a su secretario de Estado, William Seward, consigue tres operadores políticos que son una verdadera joya. Son los que cocinan la salchicha legislativa porque, como decía Bismarck, “con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen”. Aquí lo vemos con mucha inteligencia y hasta buen humor. El desenlace, la votación en la Cámara de Representantes, es una escena fantástica, llena de drama y magníficamente bien armada.
La caracterización que hace Daniel Day-Lewis de Lincoln es simple y sencillamente espectacular. Todos los detalles están cuidados: el acento de Illinois, las gesticulaciones, la manera de caminar, pero sobre todo el estilo suave de persuadir del presidente. No tengo la menor duda que la Academia acertó al otorgarle a Day-Lewis el Oscar a la mejor actuación masculina por esta interpretación.
Destaca, también, la actuación de Sally Field como Mary Todd Lincoln, sobre todo cuando la Primera Dama demuestra que también tiene sus dones políticos. Los diálogos con su esposo son fabulosos. Hay escenas muy dramáticas de una pareja con el peso de la Guerra Civil estadunidense sobre sus hombros. Y ni qué decir de la caracterización que hace Tommy Lee Jones del representante Thaddeus Stevens, un político radical con valores del siglo XXI pero que vive atrapado en el siglo XIX.
Mucho más se podría decir de Lincoln: el guion inteligente con diálogos memorables, la dirección cuidadosa de Spielberg o la fantástica recreación escenográfica de Washington, DC, en el siglo XIX. La recomiendo mucho, porque es, sobre todo, el retrato soberbio de un auténtico líder político.
Twitter: @leozuckermann
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