El Shul Nidjei Israel

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Durante el juicio a Adolf Eichman, la mañana del 7 de junio de 1961, el Fiscal del Estado habló a los presentes con voz ronca y expectante.

– Pido al Señor Yehiel Dinur que suba al estrado. Sabemos que nació en Polonia, que actualmente vive en Tel Aviv y que es el autor de varios libros, entre ellos, “Salamandra”, “Casa de Muñecas”, “El Reloj sobre la cabeza” y “Le llamaron Piepel”. ¿Es cierto?

El testigo asintió.


– “¿Cuál fue la razón por la que ocultó su identidad detrás del seudónimo literario 135633K-tzetnik?”

Yehiel Dinur suspiró profundamente.

– “No era un seudónimo literario. Lo que escribí sólo es una crónica del planeta Auschwitz. Estuve allí durante unos dos años. No puedo decirlo con seguridad porque en ese planeta, el tiempo no es como aquí, en la Tierra. Cada fracción de minuto en Auschwitz pasa en una escala diferente. Los habitantes del planeta de las cenizas no teníamos nombres, ni padres, ni hijos. No vestíamos como aquí. No nacíamos y tampoco dábamos a luz. Respirábamos de acuerdo a diferentes leyes de la naturaleza. No vivíamos ni moríamos de acuerdo a las leyes de este mundo. Teníamos un número en el antebrazo. Un número K-tzetnik. Konzentrazionlager. “23K-tzetnik”, “61K-tzetnik”… Allá en el planeta Auschwitz, el tiempo no transcurre como aquí…”

Después, cayó desmayado.

Veinte años antes, el 14 de septiembre de 1941, según cuenta León Sourasky en su Historia de la Comunidad Israelita de México, por el tiempo en que Yehiel Dinur estuvo prisionero en Auschwitz, mientras la ciudad de Chernigov era evacuada por el inminente avance del 2° ejército alemán, en el centro de la capital mexicana, ante una nutrida concurrencia, tiene lugar la inauguración de la Sinagoga Nidjei Israel, “el Shul grande”, con presencia de tres rabinos, todos los miembros de la Mesa Directiva y un cúmulo de representantes de todas las organizaciones judías de la época. Muy pronto, además de ser el lugar oficial de rezo también sería el hogar de la Kehilá Ashkenazi “unificada” que muy pronto ocuparía las oficinas del edificio.

Entre gritos de júbilo, cuantiosas donaciones y promesas de un futuro judío sin sobresaltos, el tiempo en la calle de Justo Sierra #71 también transcurría de manera diferente. Allá en Europa, las comunidades judías eran diezmadas por la Guerra; acá, por fin se inauguraba un edificio que había sido “la medida del tiempo” durante los muchos años que duraron su proyecto, concreción y construcción.

Yo nací en marzo de 1942. Siempre creí que mis papás se habían casado en ese Shul, pero puedo estar equivocado. Tal vez lo que pasó fue que el tiempo se detuvo en el mes de junio -cuando ellos se casaron- y despertó el domingo 14 de septiembre, el día de la inauguración. Lo digo porque tal vez Nidjei Israel representó el principio de un tiempo especial, el tiempo terrestre de nuestro “planeta” comunitario.

68 años después de inaugurado, regreso a Nidjei Israel. Lo miro con el amor del recuerdo que no me pertenece. Sé que allí estuve, sólo que el líquido amniótico y los trajes elegantes de los invitados no me dejaron ver gran cosa. Pero ahora lo veo, lleno de inmigrados que, desde Justo Sierra y Loreto, huyen de prisa a la Colonia Condesa por el camino que lleva a la modernidad.

Dos golpes con el puño, un par de apretones al timbre y las puertas se abren a la nostalgia bajo la robusta fachada de piedras de tezontle, columnas de cantera y ventanas con gruesos barrotes. Un corredor me lleva hasta el pequeño patio interior, al que ya se asoma la Sinagoga.

– “¿Quiere que lo acompañe? ¿Quiere que prenda la luz?”

Hay una bodega que tal vez fue salón de fiestas y luego “donde se hacía el vino kosher”. Subo por las escaleras de granito obscuro, bordeadas con delicados herrajes que forman la figura de un Maguén David y llego a la entrada del Shul.

– “Pásele por favor…”

Frente a las enormes puertas de pequeños cristales biselados, atisbo un poco de lo que hay dentro. Antes, un reflejo desvía mi mirada y veo mi propia imagen reflejada en un espejo carcomido por el tiempo. ¡De nuevo el tiempo! En el espejo hay una figura que parece salida de “otro lugar”, quizás del shtetl jasídico, que se dispone a tocar el shofar. ¿Estoy soñando? No. Allí está la figura para quien quiera verla.

Detrás de los cristales, por fin aparece el Shul con toda su belleza y esplendor. Los candelabros que aún funcionan…

– “¿Quiere que los encienda?”

– “Sí, por favor.”

Un enorme candil pende de un “cielo raso” pintado gracias al donativo de un tío mío. Mejor dicho, de su papá. El gesto me conmueve. Ahora el “cielo raso” también es mío. La Bimá, donde se coloca el Séfer, el púlpito rodeado de pesados candelabros y figuras labradas en los costados de la madera, me da la bienvenida. En la pared del frente, en el Ejál, emerge el Arón Hakódesh, ahora vacío detrás de la cortina de suave terciopelo rojizo. A los lados, dos menorót de yeso, y encima dos vitrales blancos de forma ojival, construidos según una vieja foto del Arca de la Torá de la Casa de Oraciones de la ciudad de Chavel, en Lituania.

En el piso de arriba, el área para mujeres, con una sola hilera de bancas frente a los artesonados de yeso multicolor. En lo alto, las linternillas con brillantes cristales azules por donde se filtran los rayos que debieron alumbrar aquel espacio colmado de pieles y joyas que seguramente lucieron los invitados.

Pienso que si me quedo quieto, sin hacer ruido, tal vez pueda escuchar el eco de las palabras pronunciadas por el Rebbe Rafalín, mientras los señores Goldfader y Kletzel colocaban las banderas muy cerca de los barandales de yeso. Quizás hasta pueda escuchar la voz de Jacobo Katz convocando a la gente o la del señor Isaac Rozovsky, el que fuera muy amigo de mi papá. Es el pálido murmullo del tiempo, el palpitar de una Kehilá que empezaba a echar raíces en suelo mexicano.

Salgo del recinto acompañado por el silencio que queda aprisionado tras las puertas de cristal. Miro de reojo la figura del espejo, pero como no creo en esas cosas, no le doy mayor importancia. Ya en la calle de Justo Sierra, me encuentro en la Plaza Loreto, la original, un espléndido jardín donde la gente conversa frente a las iglesias sin percatarse de las Estrellas de David labradas en los portones de Justo Sierra 71. Si no fuera por ellas, muy pocos sabrían que allí se encuentra un tesoro abandonado.

Camino hasta la esquina de Mixcalco, doblo a la derecha y voy rumbo al zócalo. Me imagino que alguna vez anduvieron por allí decenas de judíos que hicieron de esa zona el centro de la Comunidad. Hoy, el único judío que camina por ese rumbo soy yo. Ah sí, y también el rebbe que vino desde el shtetl -desde otro tiempo- a tocar el Shofar en el espejo.

Acerca de Luis Geller

Arquitecto de profesión; diplomado en Estética e Historia del Arte, además en Artes Visuales y Factor Humano, ha dedicado gran parte de su vida a la escritura. Es autor del libros como "México Lindo", "Los Niños de México", "¿Hablan los Ángeles" y "Alberto Misrachi, El Galerista". Ha destacado en el medio teatral no sólo como actor, sino con varias obras propias y originales adaptaciones. Ha escrito más de 650 guiones para el medio audiovisual, cuentos cortos, reportajes y artículos periodísticos.Independiente a sus múltiples actividades mencionadas escribe para la revista "Foro" una columna bajo el título "Historias de Ciudad".

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