El zar Alejandro I

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Una noche de marzo de 1801 empieza el drama de Alejandro. El joven zarevitz acepta participar en un complot contra su padre el impopular Pablo I. Los conjurados -el estado mayor de Pablo I- prometen al joven exiliar al soberano depuesto a un retiro apacible. Sin embargo no cumplen lo prometido y el 23 de marzo, se lleva a cabo una verdadera carnicería en los aposentos de zar. Cuando Alejandro se entera, es demasiado tarde.

Él no deseaba la muerte de su padre, pero se siente responsable. De naturaleza creyente, casi místico, un sentimiento de culpa y un profundo arrepentimiento por lo sucedido lo acompañarán por el resto de su vida.

Alejandro es amado por el pueblo ruso. No es un gran demócrata pero, tras Catalina II y Pablo I parece moderado, permitiendo, por ejemplo, a los siervos comprar su libertad. En 1812 salva a Rusia expulsando a las tropas francesas del país. Tres años después, a la caída de Napoleón, se encuentra en el apogeo de su gloria. Viene un período de calma, la melancolía lo carcome, la inacción le pesa y se dedica a recorrer su imperio buscando escapar de los recuerdos. Es entonces cuando unos misteriosos personajes, la mística baronesa de Krüdener y el visionario lionés Bergasse, lo convierten al protesantismo metodista.


Hace mucho tiempo que Alejandro sueña con abandonar el poder. No deja de repetir a sus cercanos que abdicará antes de cumplir 50 años. Un año antes de su desaparición, escribió a Guillermo de Prusia diciéndole que quiere dejar la corona a su hermano Nicolás y retirarse para vivir como ermitaño.

El 16 de noviembre de 1825, Alejandro llega a su castillo de Taganrog, en la costa del mar de Azov; acaba de cumplir 50 años y quince días más tarde anuncian su muerte. Oficialmente murió de un ataque de paludismo; numerosos documentos lo atestiguan, pero no son confiables pues los testimonios de su muerte son contradictorios. El informe de la autopsia lleva la firma de médicos que confesaron no haber estado en Taganrog y que además detalla enfermedades que él nunca padeció como la sífilis.

Conforme a las costumbres el cadáver es expuesto varios días en público, pero los visitantes quedan sorprendidos pues la cara está irreconocible, casi descompuesta. El príncipe Volkonsky escribió: “La cara está ennegrecida por el aire húmedo y los rasgos del difunto están completamente cambiados. Finalmente, cuando 40 años después de la muerte del zar su sobrino nieto Alejandro III hace abrir la tumba para terminar con los rumores, sólo encuentra un ataúd vacío.

Once años después de la muerte de Alejandro, en el otoño de 1836 aparece un sorprendente personaje de unos sesenta años quien es tomado preso en la provincia de Perm. Este caballero de ademanes nobles se presenta como un vagabundo de nombre Fédor Kusmich quien dice regresar de un viaje por Tierra Santa. Los policías quedan sorprendidos por su soltura y sus aires de gran señor. Pero conforme a las leyes en contra de la vagancia, el prisionero es deportado a Siberia. Él no protesta y durante largos años trabaja en una destilería y después en una mina de oro.

Sin embargo Kusmich no es un hombre ordinario pues brota de él una nobleza moral sólo igualada por su piedad y, poco a poco, llega a ser considerado como un starets (hombre santo).

Instalado en una pequeña casa en Krasnoretchensk, Fédor Kusmich no pide nada; sin embargo numerosos visitantes como el obispo de Irkutsk, vienen a entrevistarse con él. El hombre sorprende pues habla varios idiomas extranjeros, conoce perfectamente todos los acontecimientos políticos y a los grandes dirigentes, se apasiona cuando cuenta -con una precisión increíble- la guerra de 1812 y los detalles de la entrada del zar Alejandro en París.

Todos los testimonios concuerdan en que sólo se puede tratar de una persona que haya vivido esos acontecimientos desde una alta posición en el Estado. En una ocasión un soldado de vuelta de campaña, cruzándose un día con el hombre santo -al que no conoce- se arrodilla frente a él pues reconoció a su amo, el zar Alejandro. Fédor Kusmich se enoja y calla al soldado: “Yo soy sólo un vagabundo”, repite varias veces.

Desde entonces los historiadores están en busca de la verdadera identidad del starets. Algunos documentos prueban que el vagabundo recibió en secreto la visita de varios miembros de la familia imperial. No es imposible que Fédor Kusmich y Alejandro I sean el mismo hombre.

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