El Zócalo y la campana

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Hoy se cumplen tres semanas de la ocupación del Zócalo por el CNTE. Ayer comenzó un combate hasta ahora pacífico que amenaza dividir a los mexicanos.

La historia nos enseña el grado de importancia de algunos símbolos capaces de definir la suerte de una guerra. Pueden ir desde una espada lanzada en prenda para recuperarla, hasta el Reichstag, cuya caída marcó la del nazismo. En 1810 el cura Hidalgo sonó la campana de su parroquia “con notas campesinas de pastor tempranero”, según el imprescindible Ángel del Campo, y desde entonces su bronce convoca a la fiesta, anuncio de libertad, de independencia, de soberanía y, en fin, de paz. Habrá de verse si el próximo domingo en la noche repica o dobla, sobre todo si se considera que al día siguiente, debajo y enfrente de ella, debe desfilar el Ejército en un día que la tradición le tiene reservado al despliegue militar en el Zócalo hoy intransitable.


El tañer de la campana se puede trasladar a Dolores, su lugar de origen; ya se ha hecho, pero el desfile no, no hay antecedentes y no es probable que el Ejército acepte cambiar la ruta habitual. Los militares respetan sus propios protocolos. Ayer en el Zócalo se probaron las fuerzas de las partes en pugna y hoy estamos a una semana del acostumbrado paso de las tropas. Sería un poco ridículo dramatizar las opciones para librar el espacio. Una, la deseable, es la del diálogo, porque hablando se entiende la gente. La otra es la del desalojo violento.

No es asunto menor. Ayer la oposición política más importante de la República, numerosa, convencida y politizada, realizó una manifestación para defender su trinchera. El gobierno reforzó la suya con el anuncio ¡también ayer! de su iniciativa de reforma hacendaria, pieza clave del plan de transformar a México en 120 días. La coincidencia del plantón popular con la entrega del plan financiero no es casual. Logró que el proyecto fiscal relegara a un segundo término en los medios de información el acto masivo organizado por Andrés Manuel López Obrador. Pero, más allá de las televisoras, radiodifusoras y periódicos impresos (con mínimas y dignas excepciones) está el fondo de la discusión que se reduce a dos proyectos de país: el del presidente Enrique Peña Nieto difundido por todos los conductos y el de la izquierda, que carece de acceso a ellos y solo dispone de la calle y la plaza pública para difundir sus puntos de vista.

Sin tomar partido entre uno y otro, pienso que no fortalece a la democracia la inequidad de oportunidades para que las corrientes políticas se expresen y expliquen sus posturas. No debemos olvidar que López Obrador quedó en segundo lugar en las dos últimas elecciones presidenciales, en una de ellas con una diferencia sospechosa de unos cuantos votos. Aunque solo fuera por eso merecería menos ninguneo, nos guste o no su verdad. Tapar las vías de comunicación a fuerzas políticas opositoras es preocupante por sí y como presagio de mayores agresiones a los derechos ciudadanos.

Si la causa de la causa es la causa de lo causado, las molestias y perjuicios provocados por marchas y plantones deben atribuirse a quienes impiden a los disidentes emplear los instrumentos modernos de transmisión de sus intenciones. Si la causa original es la presión oficial sobre los medios o la corrupción de quienes los controlan, es hora de modificar esa conducta para que la libertad de hablar, no la policía ni los soldados, sea la que despeje de protestantes las arterias urbanas. Abrir los medios privaría a los manifestantes de razón o pretexto al dejar de hacerlos víctimas de un veto que hoy, sin duda, padecen.

La confrontación de ayer, aun considerando la desproporción de los recursos, es útil si el Presidente Enrique Peña Nieto observa el peligro: un gobernante no debe concentrar tanto poder como es el de unir al Ejecutivo, que ejerce, el Legislativo donde tiene garantía absoluta de aprobación, mande lo que mande. Se traiciona el teorema del equilibrio de poderes, atributo sine qua non de la democracia y aparece la tentación del abuso de facultades, principio de todas las desgracias de la historia, impulsado por la adulación seductora de quienes lo rodean: la iniciativa privada feliz con repartirse lo que le falta; la religión lista a usar grietas y humedades de la Reforma Educativa para destruir la educación laica y las compañías petroleras que retornan vencedoras, recobran lo expropiado y nos elevan al cielo prometido, después de 75 años de vagar extraviados por el limbo, en espera de los mesías que por fin nos rescatan, previo perdón de nuestros pecados.

No sabemos qué pasará en el Zócalo el próximo fin de semana, pero es un hecho que la campana no sonará igual para todos.

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