Elías “el Babilónico”

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En la vetusta historia del pueblo judío, encontramos infinidad de capítulos en donde se destacan sus vaivenes, entre: la idolatría y la creencia en un solo Dios; también salen a relucir profetas, líderes o villanos de mucha o poca monta, con diversas tendencias, habilidades o errores.

Repasando la colección de 9 volúmenes de “Historia del pueblo de Israel”, del profesor y doctor Enrique Graetz (1817-1891); obra traducida a varios idiomas, que en México -al español- efectuó el afamado profesor Salomón Kahan z´l. Se hicieron 2 ediciones: la primera en base a suscripciones y donaciones en 1938, gracias a los esfuerzos del dinámico periodista y escritor Moisés Rosenberg z´l, y la última a finales del mismo siglo, gracias al apoyo y empeño de su hija Esther Shuster z´l, a quien muchos escritores recordamos con cariño y admiración. En estos volúmenes el autor narra con amenidad y lujo de detalles, los pequeños y grandes acontecimientos que formaron a un pueblo rebelde hacia su entorno y difícil de comprender.

En esta ocasión nuestra atención se fijó en un personaje definitivamente valioso para su pueblo en los últimos años del destierro babilónico; mas sin embargo, del cual se desconoce su nombre completo y pocas veces se cita en las escrituras como “Elías el Babilónico”.


Debemos primero recordar que años antes, como Graetz apunta: “las reiteradas profecías de Isaías, Jeremías y Ezequiel, en el sentido de que del pueblo de Judá sólo quedaría una mínima parte, se convirtieron en triste realidad. Llegaron a ser 4.000.000 de almas en el reino de David y un millón en el de Judá y de este considerable número, que debía haber aumen­tado en el transcurso de cuatro siglos, sólo que­daba pequeñísima fracción. Millones perecieron en los combates y otros a causa del hambre y de la pes­te, o fueron trasladados a lejanos países, donde se perdió su huella. La mayoría de los supervivientes que no excedía de 100,000 fue llevada al cautiverio babilónico y algunos grupos reducidos se establecieron en Egip­to.”El hecho de haber sobrevivido los desterrados en Babilonia se debió, en primer término, al benigno tratamiento que recibieron de parte de Nabucodonosor. El rey caldeo fue no sólo un conquistador, sino un arquitecto edificador de países que sentía la am­bición de hacer rico y grande su imperio recién fun­dado. Agregó un nuevo distrito a la ciudad de Ba­bilonia, al oriente del Éufrates y rodeó la capital con un muro que abarcaba un espacio de cuarenta millas, por lo menos. Una ciudad de esas proporciones debía estar bien poblada, si no se quería que tuviese as­pecto de desierto. Por eso, Nabucodonosor señaló dentro de ella lugares en que habían de residir los cautivos de Judá, así como los de otros países con­quistados, especialmente de aquellos que se habían rendido voluntariamente en la guerra. Los expatria­dos fueron atendidos con especial benevolencia; fa­milias y aun comunidades enteras, procedentes de las ciudades de Judá y de Benjamín, con sus fami­liares y esclavos, consiguieron el permiso de conti­nuar viviendo juntas y de conservar su antigua unión. Los nobles y los príncipes, llamados “Hijos de David”, formaron un grupo cerrado y exclusi­vo. Pero también había elementos nobles, pe­netrados de una fe absoluta en la piedad de Dios y en que ésta no permitiría que pereciese el pueblo de Israel. Estos grupos, por medio de una abundante y rica literatura, prepararon la manera de perpetuar el pueblo israelita. Los sacerdotes de la casa de Sadoc, que nunca se contagiaron de idolatría, lle­varon consigo al destierro el Pentateuco, es decir, los libros del Génesis, el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio, y en sus páginas apren­dían cómo seguir una vida santa que sirviera de ejemplo al pueblo”.

El exilio en Babilonia duraría 40 años, en los cuales la división social del pueblo se hizo patente. Por una parte los extremadamente ricos, que incluso algunos trabajaban en la corte del rey, se olvidaron de sus tradiciones de origen adoptando en su mayoría, los rituales religiosos e idolatría del lugar; afortunadamente eran los menos de la comunidad. En la otra parte se encontraban los humildes o “Anavim”, constituyendo el núcleo principal de los creyentes. Un notorio fenómeno de aquella época, fue la inclusión de muchos pa­ganos que simpatizaron con las prácticas religiosas judías, que acepta­ban gustosos las enseñanzas y pedían ser admitidos en el seno de la fe israelita.

Graetz comenta que: “Estas dos clases sociales que con el tiempo se habían hecho en­teramente ajenas una de la otra, ya no tenían nada en común, a excepción del origen. Mientras que una estuvo lamentando la pérdida de Sión y forjaba un futuro de ensueño a base del retorno a su antigua patria, a la otra ya no le importaban el pasado ni el futuro de Israel y estaba contenta con el momen­táneo estado de cosas, que le era favorable.

Con las muertes de Nabucodonosor y después la de Evilmerodac, las cosas rara vez cambiaron para los exiliados. Estando Nabonad como nuevo rey, dio permiso de partir de sus tierras a caldeos y fenicios, pero rechazó la petición hecha por Saltiel (hijo del último rey judío Joachín). La negativa encendió en el corazón de los patrio­tas de la comunidad israelita fuerte sentimiento de odio contra Babilonia y su rey, algo que no se ocultó, como tampoco los comentarios de una posible derrota militar del rey babilonio a manos de Ciro, emperador persa a quien los babilonios temían por sus constantes guerras y conquistas.

Al conocer Nabonad estos vaticinios y sentimientos en su contra, sintió ira contra los exiliados. Persiguió con inusitada cruel­dad a los elementos patriotas y religiosos de la co­munidad judía. Muchos de ellos fueron condenados a trabajos forzosos, a otros los confinó en obscuras prisiones o se les aplicó tormento, mientras que los más fervorosos, que se habían atrevido a hablar en público respecto a la próxima destrucción del Im­perio, fueron condenados a muerte. Ante los sufrimientos de la clase judía humilde, comparada con la vida que tenían los asimilados pudientes, las dudas sobre la protección del todo poderoso para con su pueblo surgieron junto con la desesperanza; aunque nadie de los patriotas -a diferencia de la clase pudiente- pensó en la idolatría como cura a sus pesares. En esos momentos angustiantes para los oprimidos y sus sueños de libertad, surge en los escenarios donde se discuten todos los presagios e infortunios la desconocida figura de Eliú (Elías).

Sobre las afirmaciones fatalistas y teorías de resurrección externadas en el libro de Job: “Así el hombre yace y no tornará a levantarse: “Hasta que no haya cielo no despertará. “Ni se levantará de su sueño”. (Job, capítulo 14, ver. 12). Elías afirmaba que Job era inocente por no poder profundizar en muchas de sus concepciones, y para sostener al mismo tiempo la jus­ticia de Dios y una integridad moral positiva, externaba afirmando como punto central de su tesis: que el sufrimiento y el infortunio de los humildes no eran conse­cuencias de pecados, sino recordatorio a quie­nes gozan de dicha, en el sentido de que no por la prosperidad en que viven se vayan a dejar desviar del camino de la rectitud y del bien. Al mismo tiempo les imbuía la idea de que les estaba reservada una elevada misión. Quería demostrarles que una nación podía ser pequeña y grande a la vez; estar hecha trizas y casi en agonía, pero, a pesar de todo, ser inmortal; que podía tropezarse con un despreciado esclavo que fuera, sin embargo, noble.

Según apuntes de Graetz, “nadie poseía el poder de persuasión que caracteri­zaba a este líder para consolar a la comunidad de Judá con tan delicada ternura y para inyectarle, al mismo tiempo, tanto optimismo. Sus palabras producen el efecto de un bálsamo aplicado a la he­rida, o de una suave y refrescante brisa sobre una frente atormentada por excesivo calor. Según él, Israel se impuso la difícil tarea del apostolado cerca de las demás na­ciones, labor que exige sufrimientos y estoica firme­za. Al ser un pueblo mártir, el de Israel es, natu­ralmente, un pueblo apostólico. El destierro de los israelitas repercutió en provecho de ellos mismos, pues a través de sus aflicciones purificaron su es­píritu”. Este valiente e innovador personaje anónimo de las escrituras, también les decía que la salvación de las naciones de la tierra por conducto de Israel ocu­rriría en un futuro próximo. Siendo la primera vez que se escuchaba en la historia del pueblo judío éste revolucionario concepto, que se apartaba de los tradicionales y únicos fines de obediencia, favores y temores hacia un ser supremo y su pueblo, sin tomar en cuenta los entornos y tareas para con los demás pueblos donde se vivía. Por otra parte, la desmembración del Imperio Caldeo, que todos daban por segura, signi­ficaba para Elías la aurora de la salvación anhelada; la redención de los emigrados sería posible que se realizara de un modo absoluto. Además valiente y con cruel ironía, se encargaba de ridiculizar a los dioses caldeos y se mofaba de los astrólogos que se jactaban de saber predecir el fu­turo.

Graetz concluye diciendo de él, que: “Al presagiar para su pueblo un futuro semejante, el profeta del exilio expresó un gran pensamiento, destinado a transformar los conceptos religiosos de la humanidad en el curso de los siglos. Quiso recal­car que Dios es algo demasiado elevado para que se le pueda considerar como habitante de algún tem­plo, por amplio y extenso que se le suponga. Cada co­razón humano debe ser un sagrado templo de Dios. El profeta habla de las victorias que habrá de ob­tener Ciro no como de algo que está por suceder, si­no más bien como de hechos ya consumados. En una visión profética anuncia que el rey persa permitirá a los emigrados el retorno a su país y también la re construcción del Templo. A este respecto declara ex­plícitamente que publica el mencionado presagio a fin de que el cumplimiento de la profecía sirva como demostración de la infalibilidad de la divina provi­dencia. De acuerdo con sus augurios, el vencedor persa de los países de Media, Bactriana, Lidia, los de Asia Menor y tantas otras naciones, sólo era un instrumento que Dios había escogido para la reali­zación de su propósito de redimir el pueblo de Is­rael y apresurar la anunciada salvación del género humano”.

Este líder o profeta anónimo, tuvo en su actuación un doble propósito: la de animar y estimular a quienes simpatizaban con sus ideas y la de tratar de influir con palabras suaves o ásperas en los egoístas. Los hechos históricos demostraron al poco tiempo que tenía razón. Ciro y sus tropas llegaron sorpresivamente de madrugada a Babilonia en el año 539 a.n.e. y cualquier resistencia se tornó inútil. Los líderes judíos gestionaron ante el nuevo rey y emperador la salida de sus connacionales, y aunque se sabía que el retorno a las zonas de sus antepasados quedaba bajo el dominio de Persia, se obtendría la anhelada libertad y cierto grado de independencia.

Tal vez lo más asombroso de este episodio de nuestra historia, sea el hecho de que inmediatamente después de haber to­mado posesión de Babilonia, Ciro haya proclamado en todo su vasto Imperio, por medio de heraldos y de manifiestos escritos, que concedía a los expa­triados retornar a Jerusalem y reconstruir el Tem­plo.

Acerca de Jacobo Contente

Egresado de la carrera de Contador Público del ITAM, por varios años trabaja en la industria de la confección, transformación y la industria editorial.Es de destacar su actividad en organizaciones comunitarias judías mexicanas entre ellas la Comunidad Sefaradí y el Comité Central. Al mismo tiempo se dedica a la edición de varias publicaciones como la revista "Emet" (1984); periódico "Kesher" (1987) y "Foro" en 1989.Dentro del campo intelectual siempre ha tratado de mantener vigente la Asociación de Periodistas y Escritores Israelitas de México y por lo menos un medio escrito lo suficientemente amplio, con calidad y profesionalismo como lo es "Foro", para que más de 60 escritores de México y el extranjero expresen mensualmente a través de sus páginas los pensamientos e inquietudes que forman opinión dentro del gran número de lectores que hasta la fecha tiene.Dentro de esta misma práctica de edición, ha colaborado, cuidado y diseñado más de 40 libros de escritores e instituciones que se lo solicitan y tiene en su haber tres libros histórico-biográfico y de consulta, como el "Prontuario Judaico".

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