Elías el Profeta

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No es bueno ser hijo único del que su padre y su madre se preocupan, –el único restante de siete. No te quedes ahí. No vayas allá. No bebas eso. No comas lo otro. Cubre tu garganta. Esconde tus manos. Ah, no es bueno, no lo es en absoluto ser hijo único e hijo de un hombre rico en este asunto. Mi padre es cambista. Anda entre los comerciantes con una bolsa de dinero con cambio de cobre para la plata, y plata para el cobre. Es por eso que sus dedos son siempre de color negro, y sus uñas están rotas. Trabaja muy duro. Cada día, al llegar a casa está cansado y desbaratado. “No tengo pies”, se queja ante mi madre. “No tengo pies, ni siquiera un signo de pie.” ¿Qué no tiene pies? Puede Ser. Pero por otro lado, tiene un buen negocio. Eso dice la gente. Y nos envidian por tener un buen negocio. Mi madre está satisfecha. Yo igual. “¡Tendremos Pascua este año! ¡Que todos los hijos de Israel tengan una igual, Padre celestial!”

Eso decía mi madre, dando gracias a Dios por el bien de la Pascua. Yo estaba también agradecido. Pero, ¿sobreviviremos para verla esta misma Pascua?

Ha llegado al fin la Pascua –la dulce Pascua querida. Yo estaba vestido como correspondía al hijo de un hombre de riquezas, como un príncipe joven. Pero, ¿cuál fue la consecuencia? Que no se me permitió jugar o correr por allí, que podía coger un resfrío. No debía jugar con los niños pobres. ¿No era yo el hijo de un hombre rico? Con tan bonitas ropas, y no tenía a nadie para mostrarlas. Con un puñado de nueces, y nadie con quien jugar.


No es bueno ser hijo único, por el que sus padres se preocupan –el único restante de otros siete; hijo de un hombre rico, además.

Mi padre vistió sus mejores galas y se fue a la sinagoga. Me dijo: ¿Sabes qué? Tienes que acostarte y dormir, luego podrás sentarse en el Seder y hacer las cuatro preguntas! ¿Estaría loco? ¿Me dormiría en el Seder?

–Recuerda que no debes dormirte en el Seder. Si lo haces, vendrá el profeta Elías con una bolsa sobre su hombro. Durante las dos primeras noches de Pascua, el Profeta anda en busca de aquellos que se han dormido en el Seder y se los lleva lejos en su bolsa…

–¡Ja! ¡Ja! ¿Voy a quedarme dormido en el Seder? ¿Yo? Ni tan siquiera si durara toda la noche o aun plena luz del día. ¿Qué sucedió el año pasado, madre?

–El año pasado te quedaste dormido, después de la primera bendición.

–¿Por qué no vino entonces con su bolsa el profeta Elías?

–Entonces eras muy pequeño, ahora eres grande. Esta noche debes pedir a papá las cuatro preguntas. Esta noche tienes que decir con tu padre: Fuimos esclavos. Esta noche, debes comer sopa y pescado con nosotros sopa y bolas de Matzo. Silencio, que aquí viene tu padre de la sinagoga.

–¡Feliz Yom-Tov!

–¡Feliz Yom-Tov!

Gracias a Dios, mi padre dio la bendición al vino. Yo también.

Mi padre bebió la copa llena. Yo igual, llena hasta las heces.

–Mira, hasta las heces–, dijo mamá a papá. Y dirigiéndose mí, dijo: ¡Con una copa de vino llena caerás dormido!

–¡Ja! ¡Ja! ¿Voy a conciliar el sueño? Ni siquiera si fuéramos a sentarnos toda la noche o incluso a plena luz del día.

–Bueno–, dijo mi padre, ¿cómo me vas a pedir a los cuatro temas? ¿Cómo vas a recitar el Hagadath? ¿Cómo vas a cantar conmigo “Fuimos esclavos”?

Mi madre nunca apartó de mí sus ojos. Sonrió y dijo:

–Va a quedarse dormido, profundamente dormido.

–Oh, madre, madre, si tú tuvieras dieciocho cabezas, de seguro caerías dormida. Seguramente, si alguien se sentara enfrente de ustedes, y cantara en sus oídos: duérmanse, duérmanse.

Por supuesto me quedé dormido.

Dormí y soñé que mi padre ya decía: “Vierte tu ira.” Mi madre se levantó de la mesa, y fue a abrir la puerta para recibir al profeta Elías. Hubiera sido algo agradable si el Profeta Elías hubiera venido, con una bolsa sobre sus hombros, como dijo mi madre y me hubiera dicho: “Ven, muchacho.” ¿Y a quién más podría culparse, sino a mi madre, con su “quédate dormido, quédate dormido.” Y mientras hilvanaba estos pensamientos, oí el crujido de la puerta. Mi padre se puso de pie y gritó: “Bendito Tú que vienes en el nombre del Eterno.” Miré hacia la puerta. Sí, era él. Venía tan despacio y en voz tan queda que apenas se sentía. Era un hombre guapo, el profeta Elías, de una larga barba entrecana que le llegaba hasta sus rodillas. Su cara era amarilla y arrugada, bien parecido y amable infinitamente. ¡Sus ojos! ¡Oh, qué ojos! Dulces, alegres, cariñosos, fieles, ojos suaves. Se dobló un poco, apoyándose en un gran palo. Cargaba una bolsa sobre su hombro. Y en silencio, en voz baja, vino directo hacia mí:

–Ahora, niño pequeño, entra en mi bolsa, y ven.

Así dijo el anciano, con voz amable y suave, dulcemente.

Le pregunté:

–¿A dónde?

Y él respondió:

–Ya lo verás más adelante.

Yo no quería ir, y me dijo de nuevo:

–Ven.

Empecé a discutirle:

–¿Cómo puedo irme con usted cuando soy el hijo de un hombre rico?

Me dijo:

–Y como hijo de un hombre rico, ¿qué gran valor posees?

Dije:

–Yo soy el único hijo de mi padre y mi madre.

Respondió:

–¡Para mí no eres hijo único!

Le dije:

–Me preocupa que si encuentran que yo me he ido, no van a poder superarlo, morirán, especialmente mi madre.

El anciano me miró, se acercó muy amablemente, y me dijo, suave y dulce como antes:

–Si no quieres morir, entonces ven conmigo. Dile adiós a tu padre y a tu madre, y. ven.

–Pero, ¿cómo puedo venir cuando soy hijo único, el único que les queda con vida de los siete?

Entonces, dijo más severamente:

–Por última vez, niño, escoge una de dos: o te despides de tu padre y tu madre y vienes conmigo, o permaneces aquí dormido para siempre jamás.

Se apartó de mí un poco tras sus palabras y se dirigió a la puerta. ¿Qué podía hacer yo? Irme con el viejo, Dios sabe adónde, y perderme, significaría la muerte de mi padre y de mi madre. Soy su hijo único, el que aún queda con vida de otros siete. Permanecer aquí, y quedarme dormido para siempre jamás, significaría morir…

Extendí mi mano hacia él y con lágrimas en los ojos le dije:

–Elías el Profeta, querido, amable, cariñoso, querido Elías, dame un minuto para pensarlo.

Volvió hacia mí su rostro apuesto, amarillo, viejo y arrugado, con sus pelos de la barba canosos que le llegaban a sus rodillas, y me miró con ojos hermosos, amables y cariñosos, fieles, diciéndome sonreído:

–Te daré un minuto para decidirte, hijo, no más de un minuto.

Y pregunto: ¿Qué puedo haber decidido en aquel minuto único, a fin de salvarme de tener que marchar con el anciano o de dormirme para siempre jamás? ¿Quién podría saberlo?

Traducción de la versión en inglés: Reynaldo Marcos Padua

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