Visiones desde la Plaza Mayor
Antonio Escudero Ríos
Emisario
Por Luis Mateo Diez
Viene Antonio Escudero cuando menos se espera y de pronto uno se percata de que no está solo en el mundo, de que la soledad sería insoportable sin que acudiese Antonio a salvarnos del naufragio. Somos muchos los que con él tenernos contraída esta deuda cotidiana. Todos los años que Antonio lleva viniendo a la Plaza Mayor se encaminan por el conducto de sus llegadas: el emisario cumple el cometido de la buena nueva y, además, en ese cometido siempre hay una noticia de amigos, alguna encomienda bondadosa, la palabra justa de salutación y aliento, con frecuencia en latín o citando al clásico más a mano, para que la mañana discurra feliz y beneficiosa. Todas las mensajerías de Antonio Escudero, sean cuales sean, están garantizadas por su talante, ya que siempre contienen lo mejor que el emisario encuentra en los libros y en la vida, lo que quiere decir que jamás: transporta mensaje que no provenga de su generosidad. Mensajero y viajero y probablemente viajante, dada la catadura de su presencia: del flequillo que tanto le alaban sus amigas al cartelón de las muestras de su negocio, siempre muestras espirituales y literarias, fotocopias y efectos desencuadernados de revistas universales y libros fascinantes. Viajante que va y viene, emitiendo y comentando, regalando el último descubrimiento, con la malicia risueña de algún rabino jocoso. La verdad es que son ya muchos años compartiendo entregas y pedazos de memoria y palabras mañaneras por la Plaza: un viaje de esquinas, cañas y cafés con leche, en el que jamás falta la novedad de su sabiduría, que es una sabiduría clásica y a la vez extremadamente novedosa, ni el repaso de sus renovadas curiosidades. Uno de los agradecimientos de estar en la Plaza es poder estar a merced de emisarios que te buscan no para pedirte algo sino para dártelo, como si tú fueses un punto cardinal de su navegación por el mundo, porque todavía queda gente, a lo mejor más de la que creemos, que orienta su existencia exclusivamente desde la amistad. Antonio y yo hicimos una vez hace mil años, un viaje a Israel, comimos carpas en el Lago Tiberíades y compartimos un misterioso atardecer en Safed. Me parece que aquel atardecer reconvirtió al emisario que Antonio llevaba dentro y todavía lo hizo mejor.