En el corazón de la Girona judía

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Girona conserva de su pasado judío leyendas tan evocadoras y terribles como la de la Torana. Se sitúa en el contexto de los disturbios de 1391, un bien documentado episodio de violencia antisemita que llevó a la destrucción de parte del call, la judería. Las víctimas del ataque, que se produjo el 10 de agosto, noche de San Lorenzo, se refugiaron en la torre Gironella, una fortificación situada en el punto más alto de la antigua muralla romana, en el lugar que hoy ocupan los llamados Jardines de los Alemanes. Allí soportaron una reclusión preventiva de 17 semanas bajo la protección, no siempre cómplice, de los soldados reales.

Felix Lorenzo

Más de un centenar de personas hacinadas un día tras otro en un espacio minúsculo mientras al pie de la colina ardían sus casas. Durante el encierro, frailes locales acompañados de feligreses se acercaban a la torre para incitar a los judíos a que se convirtiesen al cristianismo. En aquellas excepcionales circunstancias, exhaustos, atemorizados y puede que hambrientos, enfrentados a la intransigencia del discurso oficial y a la hostilidad de los que habían sido sus vecinos, muchos de los herederos de las familias judías que se habían establecido en la ciudad cuatro siglos antes acabaron cediendo al hostigamiento ideológico y aceptaron recibir el bautismo.


La Torana o Tolrana, mujer judía a la que se describe como culta y de sólidas convicciones, no siguió el ejemplo de sus familiares. Ella prefirió inmolarse. Se cortó el cuello o (aquí las versiones difieren) fue decapitada por la turba de fundamentalistas de la cruz. La leyenda asegura que el alma de la mártir hebrea quedó atrapada entre la muralla y los jardines, convertida en un tenue resplandor que se percibe apenas en las noches de verano. Según Carles Vivó, autor del libro Llegendes i misteris de Girona, su fantasma sale a pasear con cierta frecuencia por los rincones del casco antiguo “no en forma visible, sino como una voz de mujer que, entre llantos, canturrea de manera ininteligible pero sobrecogedora”. Vivó habla también de un busto de bronce dedicado a ella que se conservó durante años “en un rincón sombrío” del patio de los Rabinos, hoy perteneciente al Museo de Historia de los Judíos.

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En la leyenda está todo. El recuerdo de la orgullosa judería al pie de la montaña, muy cerca de la catedral. Los caserones de piedra con espléndidos patios en que vivieron los judíos hasta el edicto de expulsión de 1492. Los pogromos, las conversiones forzosas, los actos de dignidad y de resistencia. La multitud enardecida por los discursos incendiarios de los frailes y la certeza o el consuelo que los rabinos podían aportar como antídoto. La protección real, a menudo reticente. La difícil coexistencia entre culturas distintas en una era determinada por cosmovisiones religiosas excluyentes. Y, en especial, el profundo impacto que los siglos de presencia judía dejaron en Girona, en su paisaje urbano, su historia y su folclore.

Las razones para acercarse a la capital del Gironès son múltiples. La catedral, los baños árabes, el casco histórico (Barri Vell), las casas colgantes a orillas del río Onyar, los magníficos puentes de las Pescaderías y de la Princesa, el Museo del Cine, el parque de la Devesa con sus plátanos centenarios, la casa museo del arquitecto Rafael Masó, la gastronomía local, las rutas en bicicleta, la proximidad de los Pirineos, la zona volcánica de la Garrotxa o el esplendor litoral de la Costa Brava.

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Dos callejones con historia

Unan a todo ello la visita a uno de los barrios judíos más atractivos y mejor conservados de la Península Ibérica. Nos acompañan Assumpció Hosta, directora del Patronat Call de Girona, y una de las integrantes de su equipo, Neus Casellas. Partiendo del imprescindible Museu d’Història dels Jueus, en el número 8 del carrer de la Força, recorremos a pie Manuel Cúndaro y Sant Llorenç, el par de primorosos callejones perpendiculares a la catedral que trepan hacia los jardines de la muralla. En la parte superior de la segunda de las calles, nos detenemos un instante en el umbral de la casa de Lleó Avinay, rector de la Aljama, el consejo de sabios y órgano de gobierno semiautónomo de la comunidad judía.

Un patio diseñado según la simbología cabalística del árbol de la vida alberga ahora ventanales góticos, una columna románica y un pozo a la sombra de un naranjo. “Está documentado que la aljama se reunía aquí desde el siglo XII”, nos cuenta Casellas, “tras el edicto de expulsión y la expropiación de las propiedades de los judíos sefarditas se construyó el actual caserón renacentista, pero el patio conserva la planta y muchos detalles de su pasado medieval, cuando era uno de los centros neurálgicos del call en su periodo de máximo esplendor”.

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Los primeros judíos se instalaron en la ciudad a finales del siglo IX. Un documento del año 888 menciona la presencia de 25 familias procedentes de la comunidad de Juïgues, cerca de La Seu d’Urgell, que habían acudido invitadas por el conde de Besalú cuando Girona era poco más que un lugar de paso en el margen septentrional ibérico de la Vía Augusta. Aquí echaron raíces muy sólidas, construyeron una primera sinagoga junto al pórtico oriental de la catedral y adquirieron un montículo cercano, hoy conocido como Montjuïc, para establecer en él su propio cementerio.

“En su mejor momento”, explica Casellas, “los judíos de Girona llegaron a formar una próspera y muy activa comunidad de entre 1.000 y 1.400 personas. Practicaban todo tipo de oficios y convivían en armonía relativa con sus vecinos cristianos, sobre todo en épocas de bonanza, como los siglos XII y XIII. El call, como el conjunto de la sociedad catalana, entró en declive con los grandes desastres políticos y demográficos que se produjeron a partir del primer tercio del siglo XIV. Se calcula que en el momento de la expulsión quedaban aquí poco más de 200 judíos en una urbe en decadencia que por entonces contaba apenas con 2.500 habitantes”.

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Mujeres y hombres ilustres

Antes de ser empujada al exilio, la comunidad hebraica de Girona tuvo una fértil historia y dio de sí una serie de nombres ilustres. Mujeres como Rahel, propietaria de viñedos en el siglo XI, Ester, esposa repudiada que litigó con éxito para recuperar su patrimonio familiar en el siglo XIV, o Blanca de Falcó, dama de la alta sociedad que se convirtió al cristianismo en el siglo. Y hombres como el cabalista y filósofo Azriel de Girona, el poeta y pensador religioso Mesulam ben Selomó de Piera o el que tal vez sea el judeo-catalán más célebre, Mossé ben Nahmán, también llamado Nahmánides, rabino, filósofo, poeta y médico del siglo XIII. A Nahmánides sobre todo se le recuerda, según explica Casellas, “por su participación en la Disputa de Barcelona, en 1263, un duelo dialéctico entre confesiones religiosas organizado por el rey Jaume I en el que Mossé ben Nahmán defendió la causa judía ante un público hostil, y al parecer lo hizo con habilidad y elocuencia”.

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Con su defensa del Talmud y la tradición rabínica, Nahmánides suscitó la ira de sus interlocutores, en especial el fraile dominico Ramon de Penyafort y el converso Pau Christià y esa fue, muy probablemente, la principal razón que le incitó a emigrar tras toda una vida como profesional de éxito y líder comunitario en su Girona natal. Acabó sus días en Jerusalén, sobreviviendo a un fascinante periplo por la cuenca del Mediterráneo en que se embarcó a edad ya muy avanzada.

Los vestigios de esta fascinante vida comunitaria pueden rastrearse tras los arcos y pórticos de la Pujada de la Catedral, en los recovecos del sinuoso carrer Cúndaro, en las estrellas de David y caracteres hebreos diseminados aquí y allá o en los marcos de casas particulares que aún conservan el hueco en que se empotraba la mezuzá, un pergamino enrollado que incluye el texto de una de las principales oraciones judías. También en el románico Tapiz de la Creación, un fastuoso bordado de grandes dimensiones que data del siglo XI y se conserva en una sala anexa de la catedral de Girona. En la base del tapiz, la más deteriorada, se reproduce en viñetas la historia de Elena de Constantinopla, madre del emperador Constantino. El tercero de los dibujos de la serie muestra a dos personajes identificados como judíos en lo que representa un testimonio fascinante de cómo los cristianos de la época veían y representaban a sus vecinos de religión mosaica.

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El tesoro judío de Besalú

Fuera de los límites del call, Hosta nos acerca a lugares relacionados con la historia del pueblo judío, como la plaza del monasterio de Sant Pere de Galligants, donde se encuentra un monolito dedicado a Anna Frank, la niña alemana de origen judío víctima del Holocausto. También el jardín de l’Àngel, al pie de la muralla, un apacible rincón con vistosas esculturas en que encontramos placas con traducciones al hebreo (bien intencionadas, pero al parecer incorrectas) de los nombres de ángeles y arcángeles bíblicos.

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A 25 kilómetros en dirección oeste, cerca de la localidad de Olot, está Besalú, villa medieval de una rotunda belleza que esconde en su ribera uno de los más valiosos tesoros judíos: la plaza de la antigua sinagoga con su miqvé, un espacio de baño ritual del siglo XII que una cisterna nutría con aguas del río Fluvià. Una escalera de 36 años da acceso a una cámara en penumbra donde se encuentra la piscina. El ritual de purificación, obligatorio durante las pascuas judías o cada vez que las mujeres concluían su ciclo menstrual, consistía en descender los siete últimos escalones y sumergirse tres veces hasta la cabeza.

Voces de papel

Joan Ferrer, director del Arxiu Històric de Girona, acaba de desplegar los pergaminos y papeles por la mesa y los maneja con un mimo exquisito. “Son documentos a los que durante siglos no se concedió ningún valor”, nos explica, “fragmentos de libros litúrgicos, actas notariales en hebreo, contratos nupciales, reclamaciones de deuda… Todo un tesoro documental de valor incalculable que la comunidad judía de Girona dejó atrás cuando se vio obligada a huir precipitadamente a finales del siglo XV”.

Los abandonaron o malvendieron y fueron a parar, en su mayoría, a manos de encuadernadores locales que los usaron para darle grosor y flexibilidad a las cubiertas de pergamino. Así, como material de recurso y de relleno, han llegado a nuestra época y han podido ser extraídos de los volúmenes en que los habían insertado. Ferrer nos muestra uno de estos incunables rescatados del olvido, una de las joyas de la colección de su archivo. Se trata de una ketuba, “un contrato matrimonial muy exhaustivo que data del siglo XV y fue encontrado por un sacerdote de la localidad de Castelló d’Empúries”.

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El fragmento que se conserva pertenece a las conclusiones del contrato, apenas un par de párrafos en pulcra caligrafía hebrea acompañados de lo que podría ser la firma de los conyugues y de un par de vistosas franjas ornamentales situadas en los márgenes. “Disponemos de centenares de documentos de estas características, pero extraerlos, conservarlos en condiciones óptimas, interpretarlos y ponerlos a disposición de los eruditos es una labor titánica que estamos asumiendo al ritmo que nos permiten las circunstancias”. Cada pocos meses se produce algún nuevo hallazgo, aunque Ferrer considera que las cribas realizadas en los últimos 20 años por el Arxiu han sacado ya a flote el grueso de este patrimonio documental que permanecía oculto. En estos fragmentos está la voz de la comunidad sefardita de orillas del río Onyar y el resto de las comarcas gerundenses.

Vestigios de una tradición milenaria

El Museu d’Història dels Jueus está en un espacio con solera, en el edificio del centro Bonastruc ça Porta, nombre catalán del erudito judío gerundense Mossé ben Nahmán. En este palacete hermoso y vetusto, con un precioso patio interior, estuvo ubicada desde mediados del siglo XV la última de la media docena de sinagogas que tuvo Girona durante su periodo medieval. Estos días, el museo alberga una exposición temporal dedicada a la historia de la diáspora y los viajes del pueblo judío a la que la Biblioteca Nacional de Israel ha contribuido con fondos documentales.

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La exposición permanente es un recorrido histórico que parte del saqueo y destrucción del templo de Jerusalén para acompañar a las comunidades judías en su éxodo a través del Mediterráneo para llegar a lugares como Girona. Parte fundamental del recorrido es el lugar en que se conservan las lápidas encontradas en el cementerio de Montjuïc. Entre ellas, la del niño judío Josef, hijo del rabino Jacob, cuya muerte prematura, en el siglo XIV, fue recordada en una estela fúnebre de singular belleza que ha llegado casi intacta a nuestros días, trayéndonos ecos de la intensa vida comunitaria del viejo call.

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