En el parque

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Aunque no exactamente a la mitad, la Avenida Michoacán corta en dos el parque: el chico y el grande, conocido como Parque México pero cuyo verdadero nombre, que no todos conocen, es Parque San Martín.  Situado en el corazón de la colonia Hipódromo Condesa en la Ciudad de México, el parque es –sin exagerar- un ícono para quienes nos avecindamos en sus inmediaciones. Cada quien lo recuerda a su manera, como anécdota de sobremesa, con una fotografía,  o por escrito.

El parque fue mi jardín de niños y el de mis coetáneos. Las fotografías en blanco y negro que tomaron fotógrafos ambulantes que recorrían el parque en busca de clientes son los testigos presenciales que capturaron las etapas de mi infancia. Esas fotografías se encuentran en el álbum que mi madre creó hace años y me regaló en una de sus visitas. La imagino entregada a la tarea de escoger las fotografías esparcidas sobre la larga mesa del comedor, deteniéndose primero para observar de cerca cada imagen en blanco y negro entre sus dedos y rememorar el momento que la cámara fotográfica  la capturó antes de acomodarla en el álbum. ¿Qué efecto anímico pudo producirle?  ¿Tristeza, añoranza? ¿O acaso recreó de nuevo el instante feliz que la imagen congeló?   Yo recuerdo sin mirar las fotos en el álbum y el efecto que me produce es agridulce y a veces conmovedor. Las imágenes en blanco y negro se funden con las representaciones que surgen en la memoria. Ahí están de nuevo los personajes que transitaban a diario mi parque: El globero que se anunciaba con un peculiar silbato y el globo que le compró mi papá y puso en el manubrio del triciclo que me alquiló en el taller de bicis de don Hilario.  Don Hilario –me atrevo a decir- ha llegado a ser el personaje mítico que aparece en la memoria de todos los que pasamos nuestra infancia en el parque.  Fue ciclista en su juventud y sabía ajustar todo lo que hiciera falta: frenos, asientos, pedales… con la precisión de un campeón, como de hecho lo fue; no necesitaba apuntar la cantidad que le debíamos por el alquiler pues nos conocía a cada uno por el nombre de pila y sabía quién y cuánto había pagado, y quién no.  Tendría no más de tres años en ese retrato donde aparezco con el ceño fruncido y no sé por qué. Mi papá sonríe a mi lado con una mano sobre el manubrio a modo de detenerlo e impedir que yo avance antes de que el fotógrafo haga clic y papi diga chis para que yo sonría como lo hace él; pero en su lugar tengo el ceño fruncido y no sé por qué. En camino al taller de don Hilario para regresar el triciclo, vemos de lejos al señor de los dulces con su sombrero de paja y papi le hace señas para que se acerque.  Lleva de la mano su canasta de mimbre repleta de dulces y chicles y Tin Larines y pepitas entubadas en papel de celofán transparente y palanquetas de cacahuate y camotes de Puebla, y mi papá me compra una paleta Mimí de cajeta, me ayuda a abrir la envoltura y pronto me la llevo a la boca.

Nos encaminamos de regreso a casa y reparo en el espacio donde hubo palmeras, a un costado de El Reloj. Las fotos de grupo son siempre con primos y primas del lado materno, muchos de los que ahora, yo incluida, estamos dispersos geográficamente como una diáspora familiar. Entonces, vivíamos  en la misma colonia y nos visitábamos a menudo, sin previo aviso porque eran los tiempos en que aún no todos teníamos teléfono y nadie consideraba que fuera inoportuno llegar de improviso. Décadas después la fraternidad que nos lió en la infancia y hasta en la adolescencia fue devanando, y hoy somos otra fotografía más que habrá que escanear por si algún día haya un curioso en la familia que se dedique a indagar nuestra genealogía.


Estamos tres sentados sobre el césped. Es mediodía, después del kínder Montessori que estaba en una casona  del lado oriente de la Avenida Insurgentes, en una calle de la colonia Roma Sur cuyo nombre nunca supe.  Al fondo, se alcanza ver la parte inferior del estanque circular  cuya agua verdosa delata descuido.  En el centro de ésta, El Reloj Art Decó con una carátula a cada lado de la parte superior del pilar cuadrado en que está montado. Ah! El Reloj del parque chico, un punto medio para fijar citas o para estacionar las bicis y descansar en las bancas de hierro mientras decidíamos si jugar a policías y ladrones, o pedir que nos cruzaran la calle para comprar un Delaware Punch o una Chaparrita de naranja en el estanquillo sobre la avenida México . Eso fue antes de que nos dieran permiso para cruzar solitos -con mucho cuidado- la Avenida Michoacán y nos graduáramos del parque chico al grande. Nos estábamos haciendo jóvenes adolescentes que por fin podíamos comprarle rebanadas de jícama bañadas en jugo de limón a la señora que tenía su puesto en un extremo de El Redondel. Nos creíamos inmunes a las amibas y por eso, desafiar las advertencias maternas que predecían parásitos o tifoidea era una manera de acertar nuestra incipiente independencia.   Fue entonces también que la cámara instamatic  desplazó a las de los fotógrafos ambulantes y fuimos a posar sobre las piedras cerca de la fuente, o recargados en el barandal de concreto del puentecito que tantas veces cruzamos, casi volando, con las manos al aire para presumir que dominábamos la bici.  Desde entonces ya llovió, y volando también se ha ido el desenfado de esos años. Los niños de El Reloj somos ahora los viejos que nos congregamos ahí a tomar el sol; algunos estamos sentados en las bancas de hierro, y  otros en las sillas de ruedas que las cuidadoras que cuidan de nuestro bienestar físico estacionan a un lado para no estorbar. Da tristeza vernos dormitando arropados hasta las orejas aunque el sol pega fuerte. No viene nadie a tomar fotos pero igual da porque tampoco querríamos que nos retrataran, ni que nos vieran medio arrumbados y fingiendo una sonrisa. Mejor imaginarnos cómo fue cuando los que vivíamos cerca, nos dábamos cita en El Reloj del parque chico.

Acerca de Viviana Grosz

Originaria de la ciudad de México, Viviana Grosz es licenciada en letras por la UNAM. Hizo cursos de postgrado en la Universidad de Rutgers, y obtuvo la maestría en la Enseñanza de Inglés como Segunda Lengua en la Universidad de Kean donde es profesora de medio tiempo desde 1998. Ha publicado en Avotaynu. The International Review of Jewish Genealogy, y en la antología Every Family Has a Story. Es miembro de JewishGen donde coordinó, organizó y escribió material para la creación del sitio http://www.shtetlinks.jewishgen.org/Edeleny/Edeleny.html. Viviana reside en Nueva Jersey.

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