En torno al genio científico del siglo XX

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Ante todo, quiero solidarizarme con todos los cubanos, venezolanos y nicaragüenses que todavía sufren hoy la esclavitud falseada en cuanto dialéctica y marxista en sus respectivos hogares y ante la mirada casi indiferente de los demás pueblos hipotéticamente más libres y tolerantes, así como de nuestras respectivas autoridades políticas legítimamente. Exhorto a todos a esperar días mejores porque, como bien decía un dicho popular de mis días jóvenes: “No hay mal que dure cien años… ni cuerpo que lo resista”.

Karl Raimund Popper fue tal vez el más insigne crítico de tantos logros científicos y tecnológicos acumulados durante el siglo XX, en particular de las ambiciosas teorías derivadas de los progresos de las ciencias experimentales.

Su vida profesional, por otra parte, no le resultó nada fácil: vivió la de un judío agnóstico en la Viena ganada por los nazis, situación propicia en aquel entonces para terminar en un campo de concentración o, menos probablemente, ante un pelotón de ejecuciones extrajudiciales.


Por ese mismo motivo también hubo de exiliarse nada menos que en la muy remota Nueva Zelandia, conceptualmente el más remoto refugio para cualquier europeo de su tiempo, pues sus otras opciones más atrayentes, léase Inglaterra o los Estados Unidos, no quisieron hacerlo partícipe de sus tolerancias respectivas inmigratorias sino hasta mucho más tarde.

Aludo a las décadas de los 30 y 40 del pasado siglo XX, los años ominosos del ascenso del totalitarismo fascista por toda la Europa, ya tan herida de por sí también por los totalitarismos marxistas.

Sin embargo, en la bella y cosmopolita Viena de aquel entonces se había constituido un así llamado Círculo de Viena, una asociación informal de científicos y escritores de la vanguardia más avanzada y secularizante.

También por esos mismos dorados tiempos, los prohombres del pensamiento científico en lengua alemana (austriacos, teutones que se sentían humillados por el tratado de Versalles y suizos como de costumbre desinteresados deliberadamente de todo lo que acontecía a su alrededor) se manifestaban en general como estudiosos positivistas de las ciencias naturales, inclusive en aquel recién descubierto ancho campo del psicoanálisis.

Y así, entre muchos otros, Freud, Einstein y Wittgenstein pudieron abrir surcos intelectualmente muy originales en sus respectivas esferas de acciones científicas que marcaron tan decisivamente el pensamiento de las últimas generaciones de la preguerra contra los totalitarismos originados en Rusia, Alemania e Italia.

Y a ellos, en los años inmediatamente previos a la Segunda Guerra Mundial, habría de sumárseles Karl Raimund Popper, aunque con prioridades intelectuales muy otras en cuanto innovador muy exigente del pensamiento científico.

Y así se podría decir que Popper fue antes que Sartre y Marcuse el demoledor de los supuestos absolutos de las ciencias exactas de su tiempo.

Popper se constituyó en un crítico del contemporáneo método empírico en las ciencias naturales y sociales con un enfoque, reitero, muy suyo, aunque igualmente fecundo y revolucionario: el de que una teoría en el amplio campo de las ciencias experimentales nunca puede ser probada con la lógica general e inevitable de todo otro conocimiento que reconozcamos hoy como científico, pero, muy importante acotarlo, que sí puede ser siempre eventualmente falseada.

Con ello quiso desvirtuar la pretensión de Karl Marx de haber originado un socialismo supuestamente “científico” y, por lo tanto, en los hechos irrefutable.

No menos se dedicó con éxito creciente a demoler otros mitos historicistas en torno a esos mismos supuestos de las ciencias: en su muy difundida obra, La sociedad abierta y sus enemigos, criticó con pasmosa lógica los entramados hipotéticamente científicos de Platón, de la dialéctica hegeliana y, repito, de Karl Marx, para contrastarlos con los de la “sociedad abierta” incoada primero en la obra de John Locke, más tarde en la de David Hume y seguida casi de inmediato por las de Max Planck, Albert Einstein y Werner Heisenberg.

Un ataque monumental y sin precedentes a los epígonos de gran parte de la cultura occidental de su tiempo, a ratos demasiado proclives a erigir sus propios métodos y conclusiones como los definitivos y absolutos para el resto de la humanidad.

El concepto fundamental que él mismo derivó de su propio análisis fue el de que toda afirmación de veras pretendidamente científica habría de ser no menos intrínsecamente refutable. Con tal condición, todo habría de ser siempre perfectible.

Y así Popper nos dejó un legado de moderación acerca de los supuestos métodos científicos de nuestros días que nos ha hecho a todos los estudiosos más cautos y más modestos.

Es cierto que no solo abarcó el amplio campo de las ciencias experimentales en el siglo XX, sino que se extendió al concepto universal de toda “ciencia”. Y por eso para muchos en los muy diversos campos de la investigación científica fue casi un profeta y una invitación a preguntarnos sobre los presupuestos mentales que nos hace creernos también “científicos” a lo Pascal y Pasteur.

Pero yo aquí y ahora quiero regresar al marco de lo que nos resulta cotidiano y muy próximo: me refiero aquí a esos atropellos incesantes de los semianalfabetas que se erigen arrogantemente en oráculos infalibles para todos los tiempos.

De ahí la relevancia permanente de regresar a las lecturas de Karl Raimund Popper, en particular de sus obras seminales tales como: La lógica de la investigación científica (1934), La Sociedad abierta y sus enemigos (1945) y La miseria del historicismo (1956).Con tales lecturas creo que nuestra madurez intelectual se nos depuraría y nos obligaría a comportarnos con mayor modestia, según aquel sabio principio de la Apología de Sócrates: “Solo sé que no sé nada”.

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