Veo a mi madre entrar apresurada. Viene del negocio donde trabaja al lado de mi padre. Hay que encender las velas del shabat, antes de que oscurezca. Dispone sus velas, nos llama y dice la bendición.
Va a cerciorarse de que todo esté listo para la cena. La oigo preguntar a la vieja Rosa, la nana, que porqué‚ quedan tan pocas velas. Yo, que sé la respuesta, corro a esconderme.
– Señora, las niñas se llevan las velas al parque para encerar las resbaladillas.
¿Tendremos regaño? No, no hay tiempo. Hay muchos preparativos para una cena de shabat.
Hay algo místico en el aire. No se nos permite encender la luz, ni la radio. Empieza el descanso sabático. Es más, no nos atreveríamos a cometer ninguna de esas transgresiones. Tenemos terror a recibir algún castigo divino. Estoy feliz. No tengo que ir a la escuela dos días consecutivos. A los ocho o diez años es mucho tiempo.
Huele a sábado. Hay una mezcla de olores especial: a caldo de pollo, a pollo al horno y a otras delicias. En la mesa se pone el mantel almidonado, la vajilla fina. Todo luce dispuesto para una fiesta. Por los aromas se sabe que día es.
Llega la hora de la cena. Papá preside la mesa. Nos pide que nos levantemos. Llena su copa para la bendición del vino. Tiene una excelente voz de barítono. Me gusta mucho oírlo. Después, nos pasa la copa a cada uno de nosotros para que tomemos un sorbo. Si exageramos nos lanza una mirada que quiere ser severa. Los niños no deben tomar mucho alcohol. Después, viene la bendición del pan. Se reparte un pedacito a cada uno, debemos ponerle sal y rezar la respectiva bendición en hebreo. Por supuesto, no entendemos nada de lo que decimos. Cenamos, ahora ya podemos hablar, reír y comer. Papá muestra una gran satisfacción en cumplir con todos estos ritos. A mí, me parecen mágicos. Hace tantos siglos que los judíos celebran esta ceremonia, semana a semana. Estén donde estén. Con o sin persecución.
Porque se nos ha dicho, que no nos quieren. Somos diferentes.
Mis amigos Chente y Conchita cuando nos presentan a alguien, siempre dicen en tono de excusa: – Ellos son judíos, pero no tienen la culpa. ¿Culpa de qué‚? Solo se, que por ser judíos, hemos tenido que salir huyendo de todas partes.
Se termina la cena, nos quedamos un rato de sobremesa. Después las muchachas vienen a apagar las luces. Es hora de dormir. Yo, que soy muy desvelada, me resisto a acostarme. Voy en puntas de pie a la sala. Las velas aún están encendidas y el olor a sábado persiste. La luz de las velas da un carácter fantasmagórico a todo. Particularmente a las fotografías de mis abuelos muertos.
Me da una mezcla de terror y gusto inexplicable al arriesgarme a pasar frente a las fotografías. Les tengo miedo y éste me vence. Corro a refugiarme entre el alba segura de mis sábanas almidonadas. Con tantas emociones, me duermo inmediatamente, feliz de no tener que madrugar al día siguiente para ir a la escuela.
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