Enrique Krauze: “Yo he sabido admirar y eso no es ejercer un culto a la personalidad”

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La familia posa delante de un letrero tallado en piedra. La inscripción es de 1927 y casi un siglo después su advertencia, “el respeto a los árboles, a las plantas y al pasto es signo inequívoco de cultura”, permanece en la misma esquina del Parque México. Al fondo se adivina el rótulo de una pequeña sala de proyecciones, Cinema Club. Enrique Krauze entonces era un niño y entre esa fotografía que lo retrata en pantalón corto y estos días cabe casi todo el México contemporáneo. El historiador, que acaba de cumplir 75 años, empezó su formación intelectual justo aquí, en este parque, el corazón de Hipódromo Condesa, una colonia que en la década de los treinta recibió a migrantes judíos, libaneses o españoles en Ciudad de México.
Guiado por su abuelo Saúl, Krauze comenzó a armar una biblioteca. A Simon Dubnow y el crítico Irving Howe se sumaron los mexicanos Daniel Cosío Villegas y Gabriel Zaid; les siguieron Max Weber y Hannah Arendt; también Fiódor Dostoievski y Franz Kafka. El escritor mexicano, autor de una veintena de libros, acaba de publicar en México Spinoza en el Parque México (Tusquets), una conversación de más de 700 páginas con José María Lassalle en la que repasa las lecturas que lo marcaron. Cada quien se narra a sí mismo a través de los relatos que marcaron su camino. Este es el de Enrique Krauze.
Una mañana de agosto, el historiador está de pie en una esquina de ese parque en el que transcurrió parte de su infancia y adolescencia. En el primer piso del edificio que señala, una construcción art déco color rosado, vivieron sus bisabuelos maternos; a tres cuadras de allí estaba la casa de su abuelo paterno, Saúl, aquel guía que dio el puntapié a su vida intelectual. Krauze camina hacia las primeras bancas y se sienta: “Aquí platicaba yo con mi abuelo sobre tres temas básicos: la literatura universal, la historia del socialismo y de la revolución rusa, que había sido su gran pasión y su gran decepción, y su filósofo de cabecera, Spinoza”.
Saúl Krauze, un sastre culto que había llegado de Polonia expulsado por el antisemitismo, abrió una tienda en el centro de Ciudad de México. Años después, toda la familia se mudó a este punto de la capital. De pequeño, Krauze recibió una formación judía secular en su casa y en la escuela, donde oía hablar yiddish. “Pero al mismo tiempo vivía en México”, cuenta, “y yo quería pertenecer a México”. “La pertenencia no es a un lugar, no es a una sola identidad, no es a una sola la historia”, señala. “Es, como la de Spinoza, al género humano. Respeto el concepto de identidad, pero es muy peligroso”, apunta el historiador.
El Parque México, hoy centro neurálgico de una de las colonias más exclusivas de la capital, era el epicentro de su vida familiar y de buena parte de la comunidad judía que llegó de Europa entre los años veinte y treinta del siglo pasado, cuenta el historiador. Aquí, recuerda, aprendió “que la cultura es conversación”. “Conversación con el abuelo, pero luego una conversación que se continuó con maestros, con colegas, con mentores, con escritores, con editores. Y sobre todo con los libros”, precisa.
Spinoza en el Parque México es un homenaje a esos encuentros. Krauze, que ha perfilado las biografías de presidentes, revolucionarios, caudillos o intelectuales y se ha obsesionado con entender la cuestión del poder, advierte que en ningún momento se propuso escribir su autobiografía. La idea fue del escritor y político español José María Lassalle. Durante siete años ambos mantuvieron intercambios que no se frenaron por la pandemia de covid-19. “Yo me pregunté: ¿qué es una autobiografía intelectual?”, dice Krauze: “Bueno, es la historia de esos encuentros”.
A las conversaciones con su abuelo Saúl, siguieron en importancia las que tuvo con Daniel Cosío Villegas, fundador del Fondo de Cultura Económica y de El Colegio de México, donde Krauze ingresó en 1969, después de haber estudiado Ingeniería, para doctorarse en Historia. Allí conoció a su maestro, un “liberal de museo’’. “Me imagino que si él era un liberal puro y anacrónico, bueno… Yo me siento aún más anacrónico, pero orgullosamente anacrónico”, señala. Krauze se identifica a sí mismo como liberal hasta la médula, aunque asegura que siempre tuvo “una vena anarquista”. No le ve contradicción porque, en el fondo, “el liberal es un anarquista frustrado” subraya al hablar de Emma Goldman, a la que llegó de la mano del anarquista catalán Ricardo Mestre.
En cualquier caso, toda la vida y la obra intelectual de Krauze giró en torno a la idea de liberal. Y fue Cosío Villegas quien dirigió su tesis. “Empezamos a vernos cada miércoles en su casa: nos vimos 50 veces, 50 miércoles. Recuerdo que uno de ellos me ofreció un vaso de agua. Era seco, pero profundo”. Krauze lo admiró mucho, reconoce. “Quizá sobre cualquier otra persona de las que marcaron mi vida. Yo he sabido admirar, admirar no es ejercer un culto a la personalidad, es una admiración que quiere nacer de la comprensión”, apunta Krauze. “Los españoles no lo saben, debería tener una estatua de Cosío Villegas en la Plaza de España”, continúa, y añade: “¿Quién tuvo la idea de traer a los intelectuales españoles a México? Se da el crédito a [Lázaro] Cárdenas, pero fue de Cosío Villegas”.
Como consejero universitario, en 1968 Krauze repudió la represión del Gobierno priista de Gustavo Díaz Ordaz a los estudiantes reunidos en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Tres años después, junto al escritor Héctor Aguilar Camín, presenció la matanza del jueves de Corpus, cuando un grupo de choque reprimió nuevamente a los estudiantes al comienzo del sexenio de Luis Echevarría, también del PRI. “Esas dos experiencias marcaron para siempre en mí [una] desconfianza del poder. Ese régimen no entendía la libertad”, señala Krauze. Poco después de salir de El Colegio de México, a mediados de la década de los setenta, Krauze ya estaba, sin embargo, ya alejado de sus compañeros de generación.
“Yo me separé de mi propia generación cuando vi que sus ideas proclives a la revolución, al marxismo y a Cuba no eran las mías”, señala Krauze. “Ellos tomaron el camino de una fe que yo ya no compartía. Fui un tránsfuga hacia la revista de Octavio Paz y hacia las ideas liberales”, continúa. El historiador recuerda en el libro sus encuentros con el poeta e intelectual primero en la revista Plural y después en Vuelta. “A Octavio Paz lo que le importaba era la verdad”, señala el historiador. Cuando Vuelta cerró en 1998 tras la muerte del premio Nobel, Krauze fundó la revista Letras Libres, que dos décadas después todavía se edita en México y en España.
Krauze entra al centro de operaciones de la publicación y se dirige a su oficina en el primer piso, un espacio en el sur de la ciudad con grandes ventanas y sillones color azul claro que parece detenido en el tiempo. Allí también están las oficinas de Clío, una productora de documentales que el intelectual fundó a principios de los noventas con Emilio Azcárraga, propietario del gigante Televisa. En el despacho de Krauze, solo hay dos rostros reconocibles en las paredes: el de su maestro Cosío Villegas y el de Paz. Antes de entrar, se detiene a enseñar el mural que sube por las escaleras.
La obra fue comisionada por su padre a la muralista Fanny Rabel, aprendiz de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, que lo terminó en 1952. La pintura estaba en la entrada de la imprenta familiar, donde Krauze trabajó hasta los 17 años. “Es una un mural que yo quiero mucho porque todas las mañanas lo veía”, apunta. Cuando los problemas financieros separaron a los socios, Krauze perdió de vista la obra. A principios de los 2000, consiguió recuperarla y encargó a un experto su restauración. El historiador apunta a una inscripción que su padre mandó a poner en la esquina inferior: “La imprenta al servicio de la cultura”. Le gusta creer que él, como empresario cultural, ha logrado materializar ese mandato.
A lo largo de esta conversación, Krauze menciona ensayos, biografías y libros de historia o filosofía. Queda pendiente aún hablar sobre literatura.
–¿Cuán importante ha sido para usted en su formación como intelectual?
–He sido menos un lector lúdico y gozoso de la literatura que un historiador que busca leer para entender. Las novelas son una clave maestra para explicar a las sociedades, estoy diciendo una obviedad, pero en particular el tema del poder. En ese sentido, la historia se inclina ante la literatura.
Fiódor Dostoievski, dice, le ha sido “fundamental” para entender “la Revolución Rusa y su derivación al régimen soviético”. “Hay una frase en Los endemoniados que dice: ‘El fuego está en la mente de los hombres’, Fire in the minds of men. Nadie vio como Dostoievski los personajes que alimentaron la Revolución Rusa. Lenin era una mente teórica impresionante, pero el fuego ese está en Los Endemoniados”, dice Krauze sobre una de las obras más relevantes del autor ruso.
George Orwell, continúa el historiador, fue para él “una lección de claridad”: “La profecía implícita en 1984 es el mundo actual de la posverdad, de las fake news, de los populistas, de [Vladímir] Putin”. “Estamos habitando el mundo temido por Orwell”, insiste. Y a Franz Kafka entró “por la vía del misticismo judío”. “No hay ley ni salvación y ningún mesías va a venir a salvarte. Esa clave para entender El castillo y El proceso me impresionó muchísimo”, dice Krauze y completa: “Hay pasajes de sus cuentos que parecen visiones de lo que vendría después, como si presintiera el fin de su novia Elena y sus hermanas, que terminaron en Auschwitz”.
Hay un libro que Krauze nunca escribió y que quizás no escriba nunca. Cuando su abuelo murió, en 1976, el historiador tenía 30 años: “Me pregunté: ‘¿Dónde quedó todo ese legado, toda esa vida del Parque México, toda mi vida judía?”. Entonces, se dispuso a estudiar a los heterodoxos judíos, como Spinoza. “Un judío, dice el Talmud, nunca deja de ser judío. Es mi caso estrictamente. Son judíos marginales, que se salen del ámbito pero no se incorporan a otros”, cuenta. Lo hizo frenéticamente al principio pero la tarea lo rebasó. “No sabía hebreo más que rudimentariamente, ni alemán, necesitaba el latín y, sobre todo, no tenía formación en Filosofía y Teología judías”, señala Krauze.
El libro sobre Spinoza, confiesa, es el libro que ha venido “no escribiendo” toda su vida. “Ahora, al contar como no lo escribí, de alguna forma, lo escribo”, señala. Cuando terminó Spinoza en el Parque México, Krauze fue a revisar los viejos papeles que guardaba en su archivo y encontró un poema en lápiz que nunca publicó pero que había escrito cuando murió su abuelo. El poema, para su sorpresa, también se titulaba Spinoza en el Parque México: “En algún lugar de la memoria había guardado la idea de que en este lugar emblemático de mi vida había sido el centro de nuestra conversación”.

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