“Hubo una vez un emperador que era muy presumido”… así comienza el cuento. El maravilloso traje del emperador de Hans Christian Andersen, en el cual, un emperador obsesionado con vestir el mejor traje, es engañado por dos jóvenes que se hacen pasar por sastres y le ofrecen confeccionar un traje que sólo la gente “inteligente” podría ver. El emperador y su corte les siguen el juego a los supuestos sastres con tal de no parecer “tontos” hasta que un niño en pleno desfile del emperador grita: “¡Mirad, mirad, el emperador va desnudo!”.
Parece que en México estamos viviendo una nueva versión de El maravilloso traje del emperador: Ninguna autoridad quiere resolver el problema de fondo de la delincuencia organizada, corrupción y muerte de civiles inocentes que padece lacerantemente nuestro país. Es la prohibición, ¡Estúpidos!
Prohibir y no regular el mercado de las drogas es equívoco por dos argumentos:
- En términos de ética, el Estado no tiene derecho a decirle a los ciudadanos qué hacer o qué no hacer.
- En términos de economía, la prohibición impone a la sociedad costos netos muy superiores a sus beneficios.
No hay que inventar la rueda. En 1929, Chicago estaba envuelto en “La Guerra de la Cerveza”. Ese año cientos de norteamericanos murieron en la guerra de mafias ansiosas por controlar el mercado negro, adicionalmente 8400 personas murieron de cirrosis. Diez años después, al desaparecer la ilegalidad del alcohol, 10,900 personas murieron de cirrosis. ¿Fue esto una mala política? En 1929, la muerte por cirrosis fue de uno por cada 14’497 habitantes aproximadamente, en 1939 fue de uno por cada 12’152.
Despenalizar y regular las drogas –a través de programas, impuestos, leyes y cuotas- es una solución eficaz contra la violencia, porque mientras haya personas que paguen por sustancias prohibidas habrá quienes violen la ley para traficarlas.
La criminalización del narcotráfico ha implicado un alto costo para los contribuyentes. Los mexicanos que sí pagamos impuestos estamos financiando una “guerra” a la que no se le ve fin, cuando esos recursos podrían atender a otras prioridades (v.gr. prevención y rehabilitación de las adicciones, educación, lucha contra la pobreza, salud, combate a otros delitos, etc.). Mientras el Estado pierde legitimidad de cobrar impuestos, ¿quién paga a un gobierno incapaz de proveer un bien público por excelencia como es la seguridad?
En materia de seguridad pública, la despenalización disminuiría los delitos violentos asociados al narcotráfico y evitaría numerosos actos de corrupción. También, habría un descenso notable de la comisión de delitos del fuero común, al evitar que algunos adictos cometieran ilícitos para costear los estupefacientes. En consecuencia, decrecería el número de reclusos relacionados con la distribución y consumo de drogas así como los costos para nuestro sistema de justicia. El mejor de los resultados sería la subsecuente desaparición de los cárteles de la droga.
En materia de salud pública, se reducirían las muertes por sobredosis y envenenamiento. Un mercado legal implica regular la producción, distribución y venta, certificaciones de calidad y normas que reglamenten la industria como ya sucede con las bebidas alcohólicas o cigarrillos.
Suele argumentarse que con la despenalización habría nuevos consumidores. Mas este argumento soslaya que bajo la suficiente prevención gubernamental, así como la solidaridad social e individual, la mayoría de los consumidores potenciales pueden ser de alguna manera disuadidos como de hecho sucede con el tabaco y drogas afines, hoy lícitas.
La despenalización debe considerar la complejidad de implementar un esquema regulatorio eficiente, (reforma constitucional, expedición de leyes, reglamentos, políticas integrales de salud pública, negociaciones internacionales, impuestos, programas, permisos, licencias, etc.), costos de sanción y de instituciones que vigilen la aplicación de la ley. Así como una adecuada campaña de educación y de conciencia colectiva.
Las decisiones regulatorias de política pública concernientes a una droga en particular deben incorporar varios factores: quién puede consumirla, bajo qué circunstancias, con qué propósito, con qué restricciones y qué sanciones deben aplicarse en caso de violar éstas reglas. Éste tipo de análisis es mucho más idóneo para la sociedad que solamente prohibir una droga e impedir su regulación eficaz.
En Estados Unidos les llevó más de una década darse cuenta que la política de la prohibición sólo enriquecía a un puñado de delincuentes a costa de la vida de policías, jueces y ciudadanos. ¿Cuánto tendremos que esperar los mexicanos para admitir que el problema de fondo es la prohibición? Hasta cuándo vamos a tener un liderazgo visionario y valiente que, ante cualquier crítica o tabú exclame, grite, actúe y proteste: Es la prohibición ¡Estúpidos!
Artículos Relacionados: