Esta Grecia, que no es Grecia

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El equívoco está en pensar que esta Grecia es Grecia. No lo es. La galaxia de símbolos, signos, sentidos, literatura, imágenes, belleza, ideas, que bajo el nombre “Grecia” anuda el espíritu europeo, no se acota en el espacio de una frontera administrativa: ni en la actual, ni en la que extiende su presencia, en torno al siglo Vº, por todo el Mediterráneo, y en la cual Sicilia no era menos corazón que Atenas, ni el Asia Menor menos cabeza que el Peloponeso. Grecia no es un territorio: ni siquiera el del tiempo de Pericles o Alejandro. Es infinitamente más. Es nosotros. Más de dos mil quinientos años asentados en los sentidos y jerarquías que inventó la polis. Y en su lógica. Sobre todo, en su lógica: ese culto arrogante del razonamiento bien hecho, al cual dará Aristóteles versión definitiva. Lo demás es barbarie.

Grecia es, en su leyenda básica, el hombre que se planta ante otro y dice: “miento”. Nada más: “miento”. Y en esa sola palabra dispara la espiral de interrogaciones a la cual llamamos filosofía: aporía metódica. Mentir al decir la verdad, decir verdad cuando se miente… Y no tolerar reposo en respuesta alguna: filosofía es la pregunta sin más respuesta que otras preguntas. Eso es Grecia. Y eso no tiene territorio. Y es nosotros: Europa. A ambos lados del Atlántico. Se puede ser un griego hablando la “bárbara” –extranjera– lengua de los magiares. Y se puede ser un “bárbaro” –extranjero– hablando la de Sófocles. Así, Tsipras.

Tsipras: “Somos el corazón de la cultura europea. Había cultura en nuestro país antes de que existieran los bancos”. No cabe una monserga menos griega. Ni algo más bárbaro que esa sensiblería. Las obviedades mienten. Casi siempre. Aunque finjan ofrecer consuelo. “Antes de que existieran los bancos”, dice. Y no sabe lo que dice. O finge no saberlo. Porque banqueros fueron los florentinos que, en el siglo XV, gastaron sumas fabulosas en comprar códices griegos, condenados a ser ceniza tras la toma por el Islam de Constantinopla. Sin Cosme de Medici primero, y después Lorenzo, hoy Plotino no existiría. Ni el Trismegisto, ni casi nada del pensamiento sobre el cual se lacró el nudo entre politeísmo clásico y naciente monoteísmo: nosotros. Nosotros, que, en bellas palabras de Razinger, somos la Biblia traducida al griego platónico. Y no es más Grecia Atenas que la monástica biblioteca centroeuropea en donde, en 1418, un clérigo vaticano arrebató a su muerte de siglos aquel De rerum natura en el cual alentaba aún, como en un sueño, el Epicuro perdido.


Era el invierno de 1987. Llovía en cascada sobre Heraklion. En las salas del Museo Arqueológico, chorros de agua rebotaban sobre los simples sacos de plástico que protegían sus maravillas: el Príncipe de los lirios o la Parisina, que un sabio británico, A. J. Evans, arrancó a la nada bajo las ruinas de Knossos a inicio del siglo XX. Yo cada día retornaba allí. Con el desasosiego de que tal vez fuera ese día el último, antes de que el torrente se lo llevara todo. Hoy, me dicen, el Arqueológico de Heraklion es un modelo de impecable museística. Todo cuanta haya invertido allí la UE es poco. No es generosidad; es el soberbio egoísmo de saber que el Príncipe de los lirios o la Parisina son tan del último hombre que aliente en los hielos fineses, cuanto del pescador que costea Jonia. Supongo que un porcentaje importante de lo invertido en reformar el museo viene de los bancos. Y es una gran fortuna que así sea. Aunque a Tsipras se le haga tan ofensivo.

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