A la política, Max Weber (1864-1920) la entiende como la actividad encaminada a ejercer influencia sobre la dirección del Estado. Significará, pues, la aspiración (Streben) de participar en el poder entre los distintos grupos de hombres que lo componen. Quien hace política aspira al poder como medio para la consecución de otros fines (idealistas o egoístas) o al poder “por el poder”, para gozar del sentimiento de prestigio que él confiere. El político quiere canalizar el sentimiento de manejar los hilos de acontecimientos importantes.
Toda lucha entre partidos persigue no sólo un fin objetivo, sino también y ante todo el control sobre la distribución de los cargos, es decir un pesebre estatal donde los vencedores deben saciarse. La transformación de la política en una empresa determinó la división de los funcionarios públicos en dos categorías bien distintas pero no tajantes, funcionarios profesionales por una parte y funcionarios políticos por la otra. Hay dos formas de hacer de esta una profesión, dice Weber: O se vive para la política o se vive de la política. La dirección de un Estado o de un partido por gentes que, en el sentido económico, viven para la política y no de la política, significa necesariamente un reclutamiento plutocrático de las capas políticamente dirigentes. Vivir de la política como profesión es tratar de hacer de ella una fuente duradera de ingresos. La oposición no es en absoluto excluyente.
Puede decirse que las cualidades decisivamente importantes para el político son dos. La primera es la pasión ( Sachlichkeit) al servicio de una causa que parece una cuestión de fe. La segunda es el sentido de responsabilidad y mesura (Augenmass) tratando de vencer la vanidad, es decir la necesidad de aparecer siempre que sea posible en el primer plano. Con esto entramos en el terreno de la ética, dice Weber. El problema es el ethos de la política como causa, el lugar ético que ella ocupa. ¿Cual es la verdadera relación entre ética y política?
Existe una ética absoluta e incondicionada que supone la máxima de no mentir, de decir siempre la verdad sin importar las consecuencias. En la política diremos que toda acción, éticamente orientada, puede ajustarse a dos máximas fundamentalmente, distintas entre sí, e irremediablemente opuestas. Puede orientarse conforme a la ética de la convicción. Esta se asemeja a lo ordena el cristianismo, obra bien y deja el resultado en mano de Dios. Cuando las consecuencias de una acción realizada conforme a una ética de la convicción son malas, quien las ejecutó no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que lo hizo así, no soportando la irracionalidad ética del mundo. El hombre que se somete a estos dictámenes, probablemente cree en Dios pero no entiende como un poder infinito y bondadoso pudo crear este mundo irracional del sufrimiento inmerecido, la injusticia impune y la estupidez irremediable.
¿En el mundo secular quienes son idealistas? Weber responde que el idealismo político totalmente desinteresado y exento de miras materiales es propio principalmente, si no exclusivamente, de aquellos sectores que, a consecuencia de su falta de bienes, no tienen interés alguno en el mantenimiento del orden económico de una determinada sociedad.
A diferencia de la ética de la convicción, la de la responsabilidad ordena tener en cuenta las consecuencias previsibles de la propia acción. Quien obra respecto a la ética de la responsabilidad, toma en cuenta todos los defectos del hombre medio. Se dirá siempre que esas consecuencias son imputables a su acción. Ninguna ética del mundo, dice la ética de la responsabilidad, puede eludir el hecho de que para conseguir fines buenos, hay que contar en muchos casos con medios moralmente dudosos, o al menos peligrosos, y con la posibilidad e incluso la probabilidad de consecuencias laterales moralmente malas. La ética absoluta no puede resolver cuándo y en qué medida quedan santificados por el fin moralmente bueno, los medios y consecuencias laterales moralmente peligrosos. El honor del caudillo político, es decir, del estadista dirigente, está, por el contrario, en asumir personalmente la responsabilidad de todo lo que hace, responsabilidad que no debe ni puede rechazar o arrojar sobre otro. Quien hace política pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder. El genio o demonio de la política vive en tensión interna con el Dios del amor. Todo aquello que se persigue a través de la acción política, que se sirve de medios violentos y opera con arreglo a la ética de la responsabilidad, pone en peligro la salvación del alma.
No es que la ética de la convicción sea idéntica a la falta de responsabilidad o la ética de la responsabilidad a la falta de convicción. No son términos absolutamente opuestos sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener vocación política.
La política consiste entonces, en una dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias, para la que se requiere, al mismo tiempo, pasión y mesura. Es completamente cierto, y así lo prueba la Historia, que en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez.
Bibliografía: Weber Max, El Político y el Científico, Alianza Editorial, Madrid, 1972.
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