Faustina y Fausto están celebrado su aniversario de bodas número cincuenta y cinco. Han formado una familia suficientemente buena, tienen cuatro hijos y la relación es satisfactoria. El siempre quiso protegerla, lucharon para evitar el deterioro que puede darse en un matrimonio de tantos años.
Entre ellos platican del proceso que han vivido en pareja, recuerdan con nostalgia, cuando eran lo más importante para sus hijos hasta que este vínculo se convirtió en algo amorfo, tenue, parecía que podría romperse. Estaban en un momento de vida en que surgen la pena y el placer de tener hijos que se han hecho adultos. Hay quien juzga a algunos hijos despiadados al no agradecer a sus padres por lo que hicieron por ellos durante su vida. Ley de vida.
Fausto y Faustina miran con satisfacción lo logrado; han escuchado comentarios de amigos: no son tomados en cuenta por los hijos. Ellos están contentos con el resultado y muestra de esto es el derroche de amor que hay en la fiesta que están disfrutando.
Al finalizar la fiesta Fausto se desmaya, tiene que ser llevado de urgencia al hospital. Faustina se queda muda, se ha metido dentro de sí misma y niega lo que está sucediendo: “Le dije que no bebiera y comiera tanto, se empachó”. Por dentro está aterrada al pensar que ya no verán crecer a los nietos juntos, piensa en los olvidos cada vez más frecuentes de Fausto y la fragilidad de ambos la lleva al silencio. La mala vejez ha llegado.
Julián, el mayor de los hijos, va en la ambulancia, está espantado. Nunca había visto a su padre tan enfermo, piensa que no es un empacho, es grave, algo se ha roto en su interior. Una alarma interna le hace pensar que se avecina una catástrofe familiar. No he sido un buen hijo, se dice en medio del dolor sazonado con poco de culpa. El y sus hermanos están en situación difícil y surgirán problemas entre ellos.
El médico diagnostica un problema neuronal que empezó hace tiempo y avanza con lentitud inexorable. Una enfermedad degenerativa que sólo terminará con la muerte. Fausto necesita mayores cuidados que antes y Faustina no tiene la fuerza suficiente para dárselos.
Al regresar a casa, todos los hijos y algún nieto mayor se ofrecen para cuidar a los viejitos. Los días se hacen largos, cuando deberían ser más cortos, las semanas también se alargan, principia una temporada gris que parecerá inacabable.
Los meses siguen pasando, la organización que había al principio se empieza a desvanecer; la familia siente que el tiempo se detiene y cada uno siente la necesidad de atender sus asuntos pendientes. La hija más joven, Micaela, ha regresado. Trabajó durante muchos años en una ciudad lejana, ha decidido hacer un cambio. Le fue bien, buen sueldo, fue una temporada larga y agotadora. Durante esos años visitó poco la ciudad donde vivía su familia. Es la única que sigue soltera y eso la convierte en la “cuidadora ideal”. Empieza a tomar las riendas de la casa de sus padres, y el resto de la familia le deja ese paquete que terminará por pesar tanto que sus espaldas se encorvarán y su estado de ánimo cambiará.
Casi no reconoce al padre que tuvo en su infancia; es menos tolerante, más agresivo; ella ya no puede satisfacer todas sus demandas. La compañía de su madre se hace vacía; ella ya no posee las facultades de reconocer la difícil situación que se ha creado y las demandas a Micaela se conjuntan con las de Fausto. Ambos padres se sienten contentos con la presencia de la hija pero la conversación se dificulta y el trabajo con ellos crece sin cesar. Las visitas familiares llegan cuando quieren y se van lo más pronto posible. Incluso hay quien pide un café o un refresco a la llegada sin tomar en cuenta el cansancio de esa abnegada cuidadora que está a punto de reventar. Mica había sido una melodía alegre en la familia, una luz en las tinieblas; este golpe y el agotamiento, le empiezan quitar ese brillo.
No da crédito a lo que está sucediendo en su familia. Hay momentos en que logra salir del lodazal de su angustia, hastío y soledad en que se ha convertido su vida. Está enojada, no logra poner en palabras todo lo que está viviendo, una gran injusticia ya que todos son hijos y la única que está encerrada con el problema de sus padres es ella.
El poco consuelo que tiene es cuando llegan sus amigas le hacen ver que está con una carga que tiene que repartir: sólo lo vas a lograr con fuerza y atrevimiento. Mientras tú sigas cargando con este problema, ninguno de tu familia cambiará su actitud. Te compadecen, eres una heroína, pero les estás facilitando su vida. Si tú no exiges, ellos no cambiarán. A lo mejor ni cuenta se dan de lo que tú estás pasando por ser “buena”.
Esta amiga, muy cercana a la familia tomó la decisión de juntar a los hermanos y algunos nietos para plantear el problema. Sabía que en la vida real no siempre se saldan las cuentas pendientes ni se disipan los malentendidos.
La agudeza de Silvia, la amiga, tuvo un buen resultado. La familia pudo enfrentar el dolor y el cambio ante lo que el destino presentaba como parte del envejecimiento de los padres. Micaela piensa que el traer hijos al mundo es muy gratificante; lástima que no siempre se recibe el pago adecuado. Especulaciones de su alma atormentada.
La intervención de Silvia más la experiencia, les ha servido para comprender que se pueden acompañar mejor al hablar las cosas y repartir la carga. No todos lo aceptan al principio, ya que esta situación era muy cómoda. De ahora en adelante, cada quién tendrá un horario de asistencia a la casa paterna. Micaela suelta la gran responsabilidad que echó sobre sus hombros, para que los otros también tomen su parte. Lo primero que hace es buscar un nuevo trabajo, asistir a actividades sociales, en su cara se reflejan los cambios hechos. El principio del fin llegó, nadie sabía cuanto duraría pero marcó una nueva forma de relación familiar. Una forma de adaptarse a la nueva realidad.Photo by evanforester
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