Ferro ignique vastare.

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Si dijera -o dijese- que hablar de la historia de los conversos de judío en la España de los siglos XVI y XVII, es hablar de injusticia, miseria, frustración, abandono, miedo y muchísimos más epítetos o calificativos que ahora no se me ocurren, no estaría diciendo nada nuevo. Si hablase de deshonor, de terror visceral a perder el aprecio de las personas que te rodeaban por el simple hecho de llevar determinados apellidos o por el comportamiento religioso de unos antepasados desaparecidos hacía centenares de años, entonces tendría -o debería- hablar de una de las mayores infamias a las que ha tenido que hacer frente un específico grupo de individuos cuyo mayor pecado fue estar en el lugar y en el momento menos indicado para, entre otras posibilidades, situarse y medrar socialmente en un medio donde la expresión puro sanguine podía significar la más formal de las aceptaciones o el más abyecto de los rechazos. Estaría hablando, obviamente, de los Estatutos de Limpieza de Sangre.

Antes de entrar en materia, se hace necesaria una aclaración esencial, los estatutos de limpieza fueron reglamentos de entidades y/o de organismos, pero nunca fueron leyes generales del Estado. Los estatutos fueron de iniciativa particular, aunque, eso si, necesitaban la sanción -o placet – de las autoridades superiores, tanto canónicas como civiles. De todas formas, también es justo admitir que tanto el Derecho civil como el canónico sólo prohibieron el acceso a determinados cargos honrosos a los descendientes inmediatos de los condenados por la Inquisición.


Indudablemente, tales engendros nacieron con el exclusivo propósito de conservar, por encima de cualquier tipo de consideración personal, la pureza de la fe católica. El gran problema vendría más tarde cuando acabaron convirtiéndose en puro racismo que descalificaba automáticamente todo aquello -y a aquellos- que, mínimamente, se apartaran de sus postulados.

No terminan de ponerse de acuerdo los eruditos en la materia acerca de la fecha y lugar de aparición de los primeros estatutos. Haciendo un alto en la narración, creo que sería interesante, como dato a tener en cuenta, que la preocupación por la limpieza de sangre ya existía entre los judíos españoles, lo cual es demostrable, entre otros documentos, por la certificación expedida por un rabino barcelonés, hacia el año 1.300, en la que ofrece su testimonio personal a favor de dos hermanos de los que dice, entre otras cosas, que son «De ascendencia pura, hábiles para contraer matrimonio con las más honorables familias de Israel y, a título de colofón, que en sus antecesores no ha existido jamás mezcla de sangre impura».

El ínclito y siempre contradictorio profesor Américo Castro también se apoya en este texto para proclamar a quien quiera oírlo que justo en él tenemos en germen el espíritu de los estatutos. Desde mi personal punto de vista, quizás se trate de un ancestral y decimonónico -aunque perfectamente respetable- sentimiento de querer preservar lo que nos es propio y que, de una u otra manera, nos diferencia de los demás. Genuino espíritu de grupo.

Siguiendo con el relato, parece ser que el primer estatuto fue proclamado en 1.449 por Pedro Sarmiento, alcalde mayor de Toledo. Se trata de un curiosísimo documento que, tras establecer una lista de los agravios y maldades cometidos por los cristianos nuevos, los declaraba inhábiles para ocupar ningún cargo público en la ciudad. No obstante, dada la importancia que de aquella tenía la ciudad de Toledo, la Santa Sede presentó recurso ante el papa Nicolás V, quien expidió bula anulando el estatuto por considerarlo contrario a la doctrina evangélica.

El espaldarazo definitivo a la entronización en la sociedad española de los estatutos de limpieza de sangre se produjo en el momento en que se estableció el Tribunal de la Inquisición en España. En sus numerosos procesos se ponía de manifiesto, de forma totalmente abierta, conductas y comportamientos cotidianos de personajes conocidos y/o anónimos. Iglesias, monasterios y capillas se llenaron de sambenitos que indicaban de forma harto vil y descarada la infamia cometida por múltiples familias, incluso linajes enteros.

El ataque, ya desde el principio, fue frontal y dirigido de forma especial hacia los conversos de judío. Un fiel y certero ejemplo lo podemos ver en la bula expedida por Sixto IV y dirigida a la Orden Militar de Alcántara, donde se les ordenaba que no se admitiera en la misma a nadie que no fuere cristiano viejo por ambas ramas, paterna y materna. De la misma forma, también en su momento se les prohibió que pudieran trasladarse a las recién descubiertas tierras de América, truncando de esta forma los deseos de muchos conversos, marcados en mayor o menor medida por procesos inquisitoriales, de rehacer sus vidas en alejados lugares -un océano de por medio- donde nadie les conociese. Afortunadamente, fueron muchos los que, a fuerza de respetables sumas de dinero para sobornos, o bien gracias a amistades de alto nivel, pudieron esquivar tal prohibición logrando la ansiada meta de llegar al Nuevo Mundo.

La integración de los conversos de judío en la sociedad española y su participación activa en las principales instituciones de la nación era ya algo tan evidente que, en modo alguno, resulta extraño que despertara antiguas reticencias y recelos. Su presencia fue numerosísima en las distintas estructuras de la Iglesia y fue precisamente en el seno de esta institución donde los estatutos alcanzaron, salvo contadas excepciones, su mayor virulencia en lo que respecta a obstaculizar el acceso a la misma a descendientes de judíos, muchos de los cuales profesaban un catolicismo a ultranza, llegando en muchos casos a ser verdaderos fustigadores de sus antiguos hermanos de religión. Nada importaba, se declaró un frente común y a nivel nacional con el deliberado propósito de impedir que ningún converso, o descendiente de tal linaje, pudiera acceder a la jerarquía eclesiástica. También el poder real estuvo de acuerdo en poner freno a esta tendencia integradora, y así se manifestó cuando se le pidió a Carlos I que transfiera a los diferentes obispados el control de la Inquisición, a lo cual se negó de forma rotunda argumentando que eso sería de mucho peligro para la fe, puesto que en los obispados había gran cantidad de conversos. Lo primordial era la limpieza de sangre, el ser cristiano viejo por los cuatro costados, lo cual significaba que se procedía de una casta superior, distinguida, frente a esa otra, la de los cristianos nuevos, siempre inferior por estar manchada desde la cuna, sin importar los méritos que se hubieren podido alcanzar.

La historia de los estatutos de limpieza de sangre es larga y compleja. En el ámbito eclesiástico fue la Orden de los Jerónimos una de las instituciones pioneras en este terreno, tras los Jerónimos vendrían los dominicos y poco después los franciscanos. Fue en Andalucía donde el problema converso alcanzó su máxima gravedad. En Sevilla y Córdoba, por poner dos ejemplos característicos, se excluía de entrar en religión a los conversos castigados por la Inquisición y a sus descendientes hasta la segunda generación, alegando que eran «generación cizañadora, amiga de novedades y disensiones, ambiciosa, presuntuosa, inquieta, y que donde quiera que esté esta generación hay poca paz». De estas dos ciudades de Andalucía, fue Córdoba la que se llevó la peor parte ya que la comisión inquisitorial encargada de investigar el asunto concluyó en el sentido de que había capellanes que eran «hijos y nietos de quemados y reconciliados, otros totalmente inhábiles, y otros que, aunque hábiles, no sabían hacer las ceremonias propias del rito católico».

No solamente tuvieron vigencia los estatutos de limpieza en el sector religioso. Ordenes Militares y centros docentes no se quedaron atrás en la materia.

Las Ordenes Militares nacieron en España, como en otros países europeos, al calor de la lucha contra los infieles. Al quedar España unificada bajo los Reyes Caóticos… perdón, Católicos, y expulsados los últimos árabes que habitaban en ella, dichas Ordenes sólo sirvieron para halagar vanidades y alimentar necios orgullos. El hecho de llevar un hábito perteneciente a tales Ordenes significaba que se había merecido una recompensa real. Al ser una institución formada principalmente por nobles, se introdujeron las pruebas de limpieza de sangre para realzar el prestigio de la institución y halagar la vanidad de sus miembros. Los estatutos de limpieza de las Ordenes Militares alimentaron los odios entre los distintos linajes y las intrigas de toda especie. El triunfo de esta mentalidad representó una dramática tragedia para muchas familias nobles y conocidas, varias de ellas renunciaron a los honores, otras, sin embargo, lucharon con tesón y consiguieron lo que se proponían, aunque justo es reconocer que fueron las menos. Es sobradamente conocido el hecho de que buena parte de la nobleza de Aragón tenía antecedentes hebraicos. El apellido Caballería, o de la Caballería, es de claro origen converso, pero la nobleza de sus miembros y el favor real allanaron el camino de forma que varios de sus portadores pudieron vestir el ansiado hábito militar que los situaba entre lo más selecto de la nobleza española de la época.

Es interesante mencionar que en muy pocas ocasiones intervenía el propio rey para imponer su voluntad. Sabemos de su mediación en las investigaciones/probanzas que se hicieron sobre el pintor de cámara Velázquez, así como en lo referente al famosísimo castrato Farinelli, solicitantes ambos de un hábito militar que pudiera enriquecer, aún más, un excelente currículum.

En lo referente a los centros docentes, es necesario significar que la política seguida no fue homogénea. En las universidades no hubo regla general y, afortunadamente, predominaron criterios liberales. En el caso de los llamados colegios, la cosa variaba sensiblemente. Cada uno tenía sus propios estatutos que, de una u otra forma, cumplían a rajatabla. Los colegiales de Santa Cruz de Valladolid, por ejemplo, se distinguían por su agresividad contra los conversos. Algunos colegios no solamente rechazaban todo aquello que oliera a judío, sino que, a veces, como ocurrió en el colegio de maese Rodrigo de Sevilla, las probanzas de limpieza se extendieron a guanches[1] , gitanos, negros y mulatos. Los gremios de oficios también quisieron impedir el acceso a determinadas profesiones a conversos que hubieren sido penitenciados por el Santo Oficio. De esta forma, y como dato anecdótico, para remediar la mala fama de los abogados, uno de ellos propuso que se hicieran informaciones de limpieza. En 1.684, el Colegio de Abogados de Madrid hizo obligatoria esta prueba para el ingreso en el mismo.

No cabe la menor duda, en vista a todo lo investigado sobre el particular, que para ciertas categorías de la sociedad española, el tema de la limpieza de sangre -y su forma de probarla- llegó a tener inequívoco carácter obsesivo. El tema era bien sencillo, si alguien quería perjudicarte, sólo tenía que dejar correr el bulo de que tus ancestros, no importa de la generación que fuesen, no estaban lo suficiente limpios como para que pudieras figurar dentro de determinadas estructuras sociales. La delación, la mayoría de las veces encubierta, te podía hacer -socialmente hablando- descender a los infiernos. Afortunadamente, el concepto perdió fuerza ya entrado el siglo XVIII, derivando cada vez más la pretendida pureza de sangre hacia la limpieza de oficios y la hidalguía. El siglo antes mencionado, vio caer de forma estrepitosa la esperpéntica intransigencia de los colegios mayores, los cuales tuvieron que adaptarse -no sin oponer férrea resistencia- a una apertura de miras que, si bien totalmente insuficiente, significó un gran paso hacia delante en la aceptación del cristiano nuevo o judeoconverso por parte de la sociedad española. En determinados organismos dejaron de hacerse las probanzas de limpieza hacia 1.820, aunque en otros, como por ejemplo, en la Administración del Estado, no se abolieron las pruebas así para contraer matrimonio como para ingresar en algunas carreras del Estado, hasta el 16 de mayo de 1.865.

Ferro ignique vastare, es decir, a sangre y fuego, de esa forma se entró en y se programó la vida del judeoconverso. El universo, ya severamente resquebrajado, de este grupo social se vio totalmente eclipsado por normas coercitivas que se le imponían sin importar para nada sentimientos o merecimientos. No podemos hablar, claro está, de razón de Estado porque como dije al principio, nunca fueron leyes, sino reglamentos. O todo o nada. No había senda intermedia. La única forma de escapar era, si se podía, poniendo tierra de por medio, o recurrir a carísimos sobornos que te permitieran seguir respirando por un período de tiempo indeterminado, aunque nunca indefinido. Alguien o algo estaba siempre vigilante. Para poner la guinda sobre el pastel, referiré una reflexión de la época que, de forma precisa y socarrona, retrata todo el nauseabundo sistema: «En prueba de limpieza he visto y se ven a menudo cosas enormemente sucias».

Bibliografía

  • Los conversos en España y Portugal. Juan I. Pulido Serrano. 2.003.
  • Los origenes del problema converso. Eloy B. Ruano. 1.976.
  • El problema histórico de los judeoconversos españoles. Teófanes Egido. 1.990.
  • Los judíos secretos. Historia de los marranos. Cecil Roth. 1.979.
  • Los estatutos de limpieza de sangre. Albert Sicroff. 1.985.

[1] Dícese del pueblo que habitaba las Islas Canarias al tiempo de su conquista por Castilla.

Acerca de José Brito

Abogado en ejercicio y master en Judaica por la Freie Universität Berlín. Colabora de forma períodica en revistas como Studia Rosenthaliana, Raíces, etc.., en temas relacionados con el judaísmo sefaradí.

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