A partir de que el Bloque 14 de marzo triunfó en las elecciones legislativas en Líbano del 7 de junio pasado, Saad Hariri, el primer ministro designado, emprendió la tarea de tratar de formar un gobierno de unidad nacional a fin de sacar a Líbano de la parálisis implícita en la aguda fragmentación de las fuerzas políticas y sociales del país. La impresión de que se trataba de una tarea francamente titánica quedó confirmada hace poco más de 10 días cuando Hariri resolvió abandonar los esfuerzos por formar dicho gobierno de unidad. Las tratativas con la oposición encarnada por Hezbolá y sus aliados no fructificaron al rechazar éstos a los personajes que Hariri pretendía nombrar como ministros del nuevo gabinete. La disputa acerca de la distribución de los puestos ministeriales fue así el eje más visible del fracaso en la formación del nuevo gobierno y constituye sin duda la punta de un iceberg gigantesco hecho de antagonismos y proyectos de nación contrapuestos por parte de, por un lado, el prooccidental Bloque 14 de marzo, y por el otro, el Hezbolá y fuerzas afines que gravitan alrededor de Damasco y Teherán.
A pesar de que hubo un acuerdo de principio en el sentido de que el gabinete de 30 miembros quedaría repartido en quince puestos para las huestes de Hariri, diez para el Hezbolá y cinco más nombrados por el presidente Suleimán de entre políticos independientes, a la hora de hacer las designaciones concretas de quién sería cada titular, Hezbolá rechazó las decisiones de Hariri, forzando a éste a tirar la toalla y a delegar el proceso al presidente Suleimán quien aparentemente tendrá ahora que comenzar desde cero un nuevo intento de formar gobierno bajo otras condiciones.
En el caótico y confuso panorama libanés hay sin embargo algo claro: las fuerzas locales no se mueven en el vacío ni tienen márgenes de autonomía suficiente como para actuar con un mínimo de independencia. Dependen de actores mucho más poderosos que son los que las moldean, presionan e inducen. Están sobre todo los intereses de Siria e Irán en recuperar y/o reafirmar su dominio en el país de los cedros, junto a los cálculos de Arabia Saudita, Israel, Irak, Egipto, Francia y Estados Unidos, interesados en manejar la ficha libanesa de acuerdo a sus particulares visiones de lo más conveniente desde el punto de vista de su seguridad nacional y sus planes geoestratégicos.
Así, una vez más, como sucedió a lo largo de la cruenta guerra civil que asoló a Líbano desde 1975 hasta 1990, esta pequeña nación cuya superficie alcanza con trabajos los 10 mil Km2 es víctima de su propia fragmentación interna y de su rol como botín y arena de confrontación de poderes foráneos que la utilizan sin piedad como simple instrumento para hacer avanzar sus particulares proyectos. Es decir, la falta de integración nacional libanesa real, con su intrincada red de lealtades confesionales y tribales casi siempre en conflicto, facilita enormemente que otros poderes regionales hagan hasta lo imposible por obtener ganancias de este permanente río revuelto.
Es muy difícil pronosticar hacia dónde se puede inclinar el destino libanés en la medida en que se trata de un tablero confuso en el que muchas manos mueven las piezas. El juego ha sido siempre sangriento, con altas cuotas de violencia sectaria alimentada a menudo desde afuera. Por ello puede pensarse que desgraciadamente mientras las disputas y ambiciones regionales no se detengan o no sean forzadas a llegar a un equilibrio, es muy difícil que Líbano pueda acceder a una situación más estable y capaz de devolverle el título de “la Suiza del Medio Oriente” que alguna vez tuvo. Mientras tanto y por enésima vez, una nueva crisis se ha instalado en el país al quedar en el limbo la formación del gobierno que presuntamente encabezaría Hariri y que por momentos tuvo la ilusión de que podía albergar en un mismo cuerpo gubernamental a los islamistas recalcitrantes de Hezbolá junto a quienes se inclinan por un modelo de país más cercano a los parámetros occidentales modernos y lejos de los dictados cuasi-imperiales de Teherán y Damasco.
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