Francisco Hinojosa y la memoria del tiempo

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Su palabra me envolvió. Desde aquella mañana en que nos mostró con su voz cadente su Templo Mayor: sí, ese ombligo de México, ese lugar sagrado y oculto. De niño pensaba que él lo había descubierto todo. No estaba tan equivocado. Ese templo, él lo había recorrido y excavado con los años. Como estudiante de arqueología, Francisco acariciaría a la diosa Luna, su Coyolxauhqui sagrada. Pediría estar ahí con los primeros arqueólogos que llegaron: con Raúl Arana y Ángel García Cook.  Hoy, sé que en aquel tiempo dormía encima de ella, abrazándola como un niño a una madre para que no se le escapara. Hacíia la broma de que le gustaban sus pechos. Pero lo que quería es que no se le fuera la oportunidad de estar ahí: en el gran descubrimiento. Después logró hacerse fiel compañero de Eduardo Matos y se quedó a su lado por más de veinte años. Mi hermano y yo en el kinder presumimos que había sido nuestro tío quien descubriera a la diosa. La gente nos decía, con fundamento, que habían sido unos electricistas por accidente y nosotros simplemente lo negábamos. Los ídolos no se tiran con fundamentos. Nos hicimos una historia propia, más real que la realidad.

Me envolvió con su imaginación constante:  me puso arriba de su rodilla y simuló tener un cuchillo de pedernal en la mano, con una capacidad histriónica, y una historia propia de un dramaturgo, me hizo creer que yo ahí moriría como muchos niños en el sacrificio, tenía seis años. Narró, llenó de color, el templo ajado por el tiempo, la ruina cobró vida; vi humo, personajes, escuché sonidos. Esa voz sólo podía ser una, la de un ser mágico y carismático. Ahí supe e imaginé que quería ser arqueólogo. Ese mago de la palabra me embrujó en el tiempo, lo admiré por siempre. Esperaba con ansias su llegada desde la Ciudad de México, fuera en Guadalajara o en Tuxpan, el pueblo de mi abuela. Escuchaba su voz y lo seguía; quería simplemente embriagarme de fantasía con sus historias.

A los dieciséis años le hablé y le dije que quería estudiar arqueología, igual que él. Un año después me recibió en su casa. Junto con su entonces esposa, mi segunda madre, me adoptaron. Entonces estudiaba yo por las tardes porque quería seguir sus pasos. Iba al Templo Mayor todas las mañanas con él. Me mostró cómo leer el periódico en el metro. Me enseñó los principios de la psicología de masas: hacía que cada paso en el metro fuera una aventura: gritaba un nombre y la gente volteaba. Nos divertíamos encontrando qué nombre tenía más eco en la demografía subterránea. Siempre fue como un niño. Dicen que a los arqueólogos les pasa un problema psicológico: se quedan atrapados en la edad de jugar con la tierra. Pero él no sólo juega con la tierra; juega con la vida.


En el momento en que tocábamos su cubículo, ese mundo de historias y fantasía, cobraba rigurosidad y meticulosidad. Un apasionado del descubrimiento y el detalle, se llenó de informes. Páginas y páginas clasificadas, detalladas con dibujos e imágenes, cortes, plantas y descripciones. Sus excavaciones eran una oda a la perfección y a la meticulosidad. Una vez me enseñó a excavar, en el comedor, con un pescado lleno de espinas. Esa fue su primera lección. Cuando él terminó el suyo, me mostró el esqueleto completo.  El mío, bromeaba, estaba destazado. Otra vez, me mostró cómo excavar un huevo tibio. Lo puso en una copa invertida y con una pequeña cuchara lo cinceleó. La gelatina interna no se caía. Jugaba con la gravedad. Su técnica era practicada día con día. Era un joyero de un tiempo remoto.

Como maestro no era arduo, pero esperaba la pasión y el detalle. Tenía juegos visuales. Decía que el arqueólogo sólo tiene una misión: no olvidar la imagen del espacio excavado. Tenías que describirlo, fotografiarlo mentalmente. Saber en dónde estaba cada cosa, cómo eran las texturas y los colores. A varios nos aplicó pruebas prácticas. Sé de casos de arqueólogos famosos que fueron engañados con formas fálicas enterradas, botellas de mezcal, que decían “memoria de Oaxaca”; sé de restauradoras que fueron engañadas con lámparas modernas despedazadas en pequeñas partes y puestas en sus áreas de excavación como si fueran ofrendas. Rostros molestos después de horas perdidas; personas humilladas por sus lecciones de vida. Todos caímos en las trampas, no observábamos con detalle. Era arduo porque pensaba que los premios y los lugares dónde excavar se ganaban con la experiencia. Lo primero que me dejó excavar –yo pensaba que al ser su sobrino me dejaría entrar y descubrir algo increíble– fue un drenaje. Olía todo a mierda y él se reía y me decía: “también la caca es contexto arqueológico, ahí encontrarás joyas.” Así fue. En los drenajes se iba la joyería. Era en la Casa de la Moneda que, junto con Raúl Barrera, el encargado de la excavación, me dejaron limpiar una sección pequeña. Los drenajes hablan con el tiempo: soldados de plomo y de juguete de siglos pasados; perlas y joyas de las clases altas. Todo era parte de la historia. Esto también está en Templo Mayor.

Francisco descubrió muchas cosas dentro y fuera de Templo Mayor, debajo de la catedral, debajo de los palacios del centro histórico. Era tal su pasión por el descubrimiento que llegó a irse a las faldas del Volcán, del Popocatépetl, con una misión de Salvamento. Él, solo, con pocos pesos en la bolsa. Un señor, haciendo una cisterna, encontró unos tubos de barro. Francisco decidió ir. Sabía que unos tubos de barro en esa zona no eran coloniales ni modernos. Tardó semanas ahí, comiendo poco. Sacó al dios y recolectó cada tiesto. Lo clasificó. Nadie quería ir. No había recursos, sólo uno: la pasión y entrega de Paco. Esos tubos de barro eran las piernas del dios murciélago. Regresó con un dios en cajas de cartón, hoy se exhibe en muchos lugares, es una de las piezas más hermosas del Templo Mayor. Sé que el poco dinero que se llevó para lograrlo venía de una donación de Colorado. La exhibición de ese dios, allá en Estados Unidos, produjo muchos miles de dólares e impactó y ha impactado memorias y libros.

Su manera de cuidarme fue impulsando aquello en lo que él no era el mejor: estudiar, leer, graduarme y escribir. Él nunca se tituló. Escribir la tesis y escribir artículos parecían obstáculos de vida. Escribió poco para ser publicado. Nunca entendí por qué. Su manera de hablar era perfecta. Su capacidad narrativa y metafórica mayor: alguna vez me explicó cómo funcionaba el subsuelo del centro histórico tomando una Ccoca- cola con hielos y un popote. “Imagina una hostia mojada arriba de tu vaso de coca y luego toma el líquido: los hielos son las estructuras prehispánicas.” Vi, cómo, se hundía por completo el centro histórico, en mi vaso. Como guía de turistas fue esplendoroso. Lo hizo mucho tiempo para darse sustento. Su salario de arqueólogo era miserable. La gente que se envolvió en sus paseos, no me dejará mentir, salía enamorada de la historia. Siempre pensé que lo que había que hacer era grabarlo y después transcribir eso que contaba, tal y como lo contaba. Nunca lo hice. Sus pruebas, para que yo desarrollara lo que él no pudo, fueron claras. En una ocasión habría un foro de estudiantes en Perú. Yo le dije que me encantaría ir. Él me retó, sabía que había un concurso de ponencias en la ENAH, y me dijo, si lo ganas, te pago el viaje. A las tres semanas estaba explorando Perú.

Paco y Annis, su entonces compañera, me impulsaron a salir de México. En Europa, por casualidad, conocí a un alumno de él. De la escuela de guías de tTuristas. Estábamos en Rusia y cuando Miguel Ángel Zaragoza se enteró que era sobrino de Paco me puso en un pedestal. Para él era uno de los mejores maestros que había tenido. Miguel fue uno de los mejores guías de Roma. Un mexicano. Desgraciadamente, murió hace un par de años de un paro cardiaco.  Quería que me contara de Paco y me enteré que se lo había llevado el Mictlán.

Francisco decidió salir de Templo Mayor cuando le pusieron un ultimátum: se tenía que titular. Por desgracia, la estructura académica requiere de la producción con letras; la suya tenía otro fondo y otro objetivo: sus habilidades eran otras. Habrá que reflexionar, si casos como los de él, deben tener una función distinta dentro de la arqueología. Meses después Paco estaba en Veracruz. Huyó a un rincón y se apartó como Zaratustra: en Tlapacoyan. Ahí se enamoró, se hechizó con el paisaje, tuvo hijos y se quedó en una casa rodeado de libros y plantas. Cosas que siempre le gustó tener.

Hace poco lo vi y platiqué. Nuevamente me embriagué con sus historias. Habló de sus últimas experiencias excavando en Michoacán y Veracruz. Estaba en casa de mi madre en Guadalajara. Al día siguiente volé a México y tuve un llamada triste y fulminante:  a Paco le dio una embolia. Pensé que no se recuperaría: su boca estaba chueca, su estado convaleciente. Lleva meses en recuperación. Su voz ha regresado, su movilidad está siendo rehabilitada, ya camina. Para desgracia de todos, sus historias están apretujadas u olvidadas dentro de su mente. Estaba por donar su acervo fotográfico al Templo Mayor a través de uno sus alumnos dorados, Leonardo López Luján. Sus informes y sus fotografías están ahí, a la espera de ser recogidas. Por desgracia, yo no lo grabé nunca. Espero que esa palabra del tiempo se devele con una mágica recuperación.  Espero que regrese a su casa y pueda contar a Odíin Francisco, su pequeño hijo, las historias que a mí me contó. Las grabadoras están listas para hacer de sus palabras la palabra atrapada en el tiempo. Esperemos recuperar una memoria del tiempo, una memoria de México.        

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