Genio y artista

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Emil Ludwig es un humanista, o un humanista metido en la envoltura de un biógrafo. He leído su libro Genio y artista: 20 ensayos sobre la grandeza, y en sus páginas no hallé otra cosa que sabiduría de vida. Como un manual espléndido para un joven que quiere ser un gigante o como un manantial de comentarios sabios para aquel viejo que ya sintió esta vida en plenitud, el eje del libro está cifrado en el secreto de la perseverancia como vía que conduce al éxito. Es como un pequeño y simple tratado de filosofía, escrito en lenguaje claro, como aquéllos que produjeron Aristóteles y Séneca hace miles de años.

Más que retratos o semblanzas de los grandes prohombres de la civilización humana (que es lo que se propone en realidad el autor), Ludwig hace apreciaciones sobre el arte y sobre la ciencia; pero hace, sobre todo, consideraciones sobre lo que arte y ciencia, unidos en un maridaje mágico e indisoluble, pueden hacer en el espíritu del mundo y en el alma de los hombres que pueblan la tierra. Llegué a un punto en que comparé este libro con el William Shakespeare del francés Victor Hugo, similar en esencia porque aborda los grandes logros del género humano en arte y ciencia, pero definitivamente éste de Ludwig lo supera.

Así, con este epígrafe estremecedor y contundente, comienza la obra: “Los grandes hombres solo tienen un mayor volumen; tienen las virtudes y los vicios en común con los más insignificantes, pero en mayor cantidad. La proporción puede ser la misma” (Goethe).


¿Quiénes legislaron el arte? Miguel Ángel, Shakespeare, Praxíteles, Rembrandt, Homero, Leonardo, Byron… ¿Quiénes sentaron las bases de los números y la trigonometría del universo? Pitágoras, Anaxágoras, Galileo, Newton, Einstein… e incluso algunos filósofos que más que de filósofos tienen de matemáticos, como Aristóteles y Kant. ¿Quiénes hicieron filosofía poética y condensaron las alquimias más eruditas de la vida? Platón, Goethe, Spengler, Schopenhauer, Nietzsche… ¿Quiénes descubrieron imperios como soles en el universo y demostraron que la política —la gran política — puede ser arte de genios? Alejandro, Napoleón, Bolívar, Churchill, Lenin… ¿y quién hizo, finalmente, de la teología una expresión del arte? Dante. ¿Qué tienen en común aquellas águilas del pensamiento y la acción? Emil Ludwig responde: la voluntad, la determinación. Y es que portento tan sagrado es aquél de la voluntad, que ni los mismos dioses se interponen entre el logro y el sueño cuando al hombre guía un maniático afán de superación y éxito.

En la fascinante galería de personalidades y personajes que Ludwig pone a disposición del lector, descuellan por la capacidad que se ve en sus ingenios las prometeicas figuras de Mozart y Beethoven. Su música es más que música: es una manera de comprender las cosas del universo. Al menos esto sucede con el maestro de Salzburgo. Con el arte de Beethoven podemos, más que todo, entender los registros del corazón humano y la pasión irrefrenable del amor y el odio; la vida.

Cuando el alemán Goethe murió, solo en su curul de sabio pero rodeado de la gloria que se cerniría sobré él cada vez con mayor intensidad, dijo: “Luz, más luz; abrid los postigos…”. Y ésa es, para Ludwig, la esencia de la vida de los hombres: el querer seguir viendo luz o conocimiento en medio de las brumas que se van cerniendo en la vivencia humana o cuando la muerte terrenal se va aproximando. Porque el género humano pecó por causa de la seducción del conocimiento, sin embargo, en ese pecado está su gloria. Hay un demonio que nace con el hombre al momento en que éste ve la luz por vez primera: la voluntad. Este demonio, o daimon —como lo llama el autor—, no es otra cosa que la capacidad de empuje o disciplina a la que todos estamos llamados a obedecer. Sin ella, la grandeza es imposible.

El libro, en su capítulo Los prematuros, aborda una cuestión de existencialismo: ¿por qué algunos virtuosos como Mozart vivieron tan poco mientras que otros como Goethe fueron tan longevos? Por una razón sencilla, contesta Ludwig: porque la genialidad se les reveló prematuramente; por tanto, ya que dieron al mundo lo que tenían que dar a una edad temprana, debían también pasar a la otra vida a una edad precoz. El destino no se equivoca.

Hay una paradoja que signa el destino del estadista y del artista: mientras que la genialidad del primero se muestra cuando éste sabe comprender su presente, el segundo es grande cuando se adelanta a su tiempo. Así, Schiller puede hacer suyas las palabras del marqués de Posa: “El siglo no está maduro para mi ideal”. Valga decir que si un político o estadista dice esto, es un pésimo político o estadista. Este es un gran libro.

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