Gloria y cadalso

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Fundación, derrota, libertad, traición, funeral y fiesta.

Todo ha pasado en el Zócalo, todo ha pasado por ahí: el heroísmo y la ignominia, la humildad del vencido y la soberbia del vencedor, la trivialidad y la tragedia, la vanidad y el llanto, la inundación y el polvo, el despilfarro y la miseria, el fanatismo y la esperanza, el castigo y el perdón, la ley y la anarquía, el despotismo y cada amanecer.

Cuatro paredes lo encierran: al norte la Iglesia omnipresente, al poniente el Palacio Nacional, enfrente el Portal de Mercaderes y al sur el gobierno de la Ciudad. En uno de sus cruceros alojaron a los jueces y en la contra-esquina el montepío de los prestamistas. Pocas plazas en el mundo son enmarcadas por los símbolos milenarios de las congregaciones humanas. Ahí se encontraron el remedio milagroso de los miedos, el mando de toda la tierra, el administrador de la tribu y los dueños de lo que se compra o se vende y asoman a la plaza a ver quiénes van y vienen en el tiempo desde la distancia y juntos establecen sus reglas para la vida en sociedad.


El Zócalo es el eje de nuestra historia. Peregrinos místicos encontraron ahí la señal de su destino y junto al nopal donde un águila devoraba una serpiente construyeron, en menos de 200 años, una ciudad que asombró a quienes llegaban de las más poderosas del otro mundo y podían compararla sin desdoro con la suyas. La destruyeron, en sus altares aparecieron nuevos dioses, y sometieron a la esclavitud a los vencidos; ahí, durante siglos, colgaron a los malos y coronaron a los buenos, los esclavos recobraron su libertad, subieron de sus canoas a los tranvías y callaron pavoridos cuando la tierra se estremecía. Ahí la bandera y el grito, la inconformidad y la indignación, la protesta y el desafío, el arco triunfal de flores y el repudio de los frustrados.

En las últimas 48 horas se escribió una página novedosa cuando parecía que ya se había visto todo. El grito y el desfile militar han sido tema de cronistas desde el día mismo del repique en Dolores hasta hoy. Micrós, a quien mencioné por su nombre en el Bucareli anterior, recuerda 1884, cuando Porfirio Díaz, con una levita de faldones cruzados, rindió protesta por segunda vez como Presidente de la República, mientras las campanas de los templos lanzaban un repique ensordecedor: “El vendaval que aquella mañana sopló sobre la ciudad, creó la ilusión de llevarse un mundo, la hojarasca del atraso y la miseria, para traer por fin el mañana siempre postergado”.

Don Artemio de Valle Arizpe, a quien conocí una tarde en la desaparecida librería de García Purón, en Palma, me invitó a conocer su biblioteca en la calle de su nombre, en la Colonia del Valle. Vivía entre libros y sobre una mesa consultaba las fuentes de su minuciosa y amena historia del Palacio Nacional y el Zócalo, desde que era isla en el enorme lago. Pone en duda que el bronce de Palacio sea el que repicó don Miguel en 1810: “En tiempos de la guerra de Reforma… bajaronlas campanas de muchos templos para hacer balas… a la campana llamada de la Independencia le tocó esa suerte o desgracia y lo que se descolgó de la parroquia de Dolores fue un esquilón… Se llama a misa con las campanas, no con esquilas ni esquilones…”.

El general Manuel de J. Solís, “investigador histórico” según carta suya firmada el 3 de septiembre de 1968, que conservo, afirma que el bronce de Dolores sonó por primera vez en su hornacina del Palacio Nacional en 1896, siendo Porfirio Díaz el primer gobernante de México que la tañía: “… es decir, el primero después del vicario Mariano Balleza quien en Dolores llamó con el esquilón de alarma de incendio…”, según el general Solís. Nada ni nadie nos hará creer que la campana no es la auténtica. Fue traída de la iglesia donde Hidalgo era cura y hace más de 100 años nos reúne en el festejo más original del mundo para celebrar una independencia, en la noche democrática, espontánea y emotiva, cuando el ritual es repetido en miles de ciudades, pueblos, caseríos y, por encima de nuestras diferencias, nos une con la magia de esas leyendas que alimentan el espíritu de los pueblos.

Desde niño asistí sin faltar nunca al Grito. En el Zócalo, en Dolores, en embajadas y en vecindades. El más extraño en mi memoria fue el que dio el licenciado Miguel Alemán una noche fría en un Wall Street oscuro y desierto, donde el eco dialogaba con los vivas de un puñado de mexicanos contagiados de la emoción de lo insólito, mientras la bandera, en manos del expresidente, marcaba el compás del coro durante el himno hasta el silencio.

Pero volviendo a lo prosaico: si, como dijo el poeta: las campanadas caen como centavos, es deseable que los repartan mejor.

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