Una visión panorámica de la naturaleza de los regímenes árabes hoy cuestionados y rechazados por buena parte de sus respectivos pueblos nos muestra básicamente dos modalidades de gobierno. Por una parte, están las monarquías tradicionales como las de Arabia Saudita, Jordania, Marruecos, Bahrein y los Emiratos, por ejemplo y, por la otra, presuntas repúblicas encabezadas por liderazgos gestados en el seno de las fuerzas armadas de donde han emergido las élites que controlan el poder. Hasta ahora el curso de los acontecimientos ha mostrado que las monarquías hereditarias han sido más aptas para neutralizar los descontentos sociales tal vez porque poseen una mayor legitimidad tradicional. No en vano en Jordania y Marruecos los reyes son apreciados como “descendientes del Profeta” así como la dinastía saudita es poseedora del título de “protectora de los santos lugares de La Mecca y Medina”. Un cierto halo de veneración y respetabilidad les ha funcionado por tanto como eficaz protección ante las pretensiones populares de cambio.
En contraste, son los gobiernos encabezados por figuras salidas de las cúpulas militares los que hoy por hoy sufren el mayor grado de fragilidad en la medida en que a partir del caso de Túnez se ha derrumbado el muro de contención que durante décadas les permitió monopolizar y abusar del poder impunemente. Una vez que cayó Ben Alí y luego Mubarak, se destapó públicamente lo que siempre se supo y sin embargo se mantenía sofocado: que tales regímenes poseen un récord nefasto en casi todos los indicadores sobre la calidad de su funcionamiento en beneficio de sus pueblos.
La historia de los regímenes militares comenzó en 1952 cuando los Oficiales Libres egipcios encabezados por Nasser protagonizaron el golpe de Estado que derrocó a la monarquía de Faruk II. Esa tendencia se replicó con variantes en Siria, Irak, Sudán, Yemen, Argelia, Libia, Túnez y Somalia. Buena parte de la inspiración para las formas de operar de tales élites castrenses árabes provino de modelos occidentales del tipo de los de Hitler, Mussolini, Franco, Perón y otros caudillos militares latinoamericanos, todos los cuales tuvieron sus momentos de gloria entre las décadas de los treinta y los setenta y que contaron con la abierta admiración de esos otros militares que se estaban adueñando de los destinos de los países árabes en aquel entonces recién nacidos a la vida independiente.
La literatura occidental ciertamente ha sido capaz de revelar lacras sin fin de los regímenes militares del fascismo europeo y latinoamericano. En este último caso contamos con autores de la talla de Vargas Llosa, Carpentier y García Márquez, entre otros, quienes con su oficio magistral nos han ofrecido el sórdido retrato de las múltiples corruptelas, jugosos negocios al amparo del poder y macabra crueldad de dichos líderes contra quienes les ofrecían alguna resistencia. Ni qué decir también de la extensa literatura acerca de los dictadores europeos que condujeron a la II Guerra Mundial. Pero en el caso de los gobiernos árabes militares hoy recién caídos o en jaque, aún falta camino por recorrer. Es incierto el destino que tendrá cada nación en particular, pero es un hecho que ya nada volverá a ser igual. La caja de Pandora se ha abierto y por tanto han quedado al desnudo las deficiencias y crímenes de las cúpulas militares que se han enriquecido prodigiosamente gracias a la impunidad de la que durante décadas gozaron.
El camino de seguro será largo y penoso, pero el dique se ha roto. Muy pronto aparecerán quizá los primeros frutos de este cambio y en ese sentido la literatura, el cine y las artes en general serán algunos de los primeros indicadores de él. Será entonces, al estar en capacidad los propios protagonistas de los dramas ahí vividos de contar sus historias con libertad, cuando será posible hacer un balance más completo y fidedigno de los escasos logros y múltiples abusos ejecutados por esas autocracias hoy al borde del colapso.
Fuente: Excélsior
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