Los gobernantes populistas cuyo propósito es concentrar poder a costa de la destrucción de las instituciones y los valores sobre los que funcionan las democracias, son fértiles en escándalos, pues sus políticas polarizadoras a eso conducen inevitablemente. Un día sí y otro también, líderes, como Trump en su momento; Bolsonaro, Orban, AMLO y Erdogan en la actualidad, protagonizan altisonantes dramas, comedias y tragedias que los visibilizan constantemente ante la opinión pública local e internacional. Estar en boca de todos todo el tiempo parece ser la consigna para mantener ese estado de confrontación permanente que les es necesario para escenificar la lucha del presunto bien absoluto, que ellos representan, contra las diabólicas fuerzas que se les oponen.
El presidente turco Recep Tayyip Erdogan ha sido un maestro en esas lides. Pleitos y reconciliaciones múltiples con Estados Unidos, Rusia, la OTAN, la Unión Europea, Israel y un largo etcétera han formado parte de sus gestiones al mando de su país desde 2003. Tales oscilaciones se han combinado con un evento que lo impulsó aún más en esa dinámica: el fallido golpe de Estado de 2016 que le dio armas mucho más poderosas para arrasar con sus opositores políticos, encarcelar periodistas, militares, intelectuales y simples ciudadanos con la mala suerte de caer entre sus garras.
Una de esas graves oscilaciones se está mostrando ahora cuando Erdogan ha decidido sacar a Turquía de la Convención de Estambul, que avalaba la labor del Consejo de la Convención Europea para prevenir y combatir la violencia contra las mujeres. Y es que, paradójicamente, fue justo en Estambul, en 2011, donde se gestó la fundación de esa entidad, siendo Erdogan entonces mandatario y participando en tal iniciativa a fin de introducir a Turquía dentro de sus lineamientos.
La actual decisión de Erdogan denota la desfachatez con la que ha asumido las posturas misóginas de los islamistas radicales con los que sin duda se identifica. En el entramado de su juego político ha desaparecido el mínimo decoro, como sucede frecuentemente en los regímenes populistas. El director de la representación de Amnistía Internacional en Turquía, Ece Unver, expresó al respecto: “Abandonar la Convención de Estambul es un desastre para millones de mujeres y niños que viven en este país”.
No cabe duda que este retroceso es especialmente grave para un país que muestra cifras alarmantes de violencia de género. El número de feminicidios el año pasado en Turquía fue de 300, y se calcula que el 38% de las mujeres que han vivido en matrimonio sufre de violencia a manos de sus parejas. Más de cinco mil mujeres con sus hijos languidecen en prisión y son sujetas a menudo a maltratos físicos y abusos sexuales por parte de sus guardias. Ello sin contar que aún existen asesinatos por honor, los cuales son llevados a cabo por los propios familiares de la víctima, con el objeto de sancionar a quien observó una “conducta impropia” o fue objeto de una violación, y por tanto, “manchó el honor de la familia”.
La membrecía de Turquía en la Convención de Estambul entrañaba la posibilidad de contar con una estructura capaz de combatir, aunque fuera de forma limitada, esa atroz violencia contra las mujeres. Ahora ya ni eso existirá, por lo que se restaura la manga ancha para que las mujeres sean sometidas, abusadas y violentadas con franca impunidad e incluso con la convicción para sus verdugos de que lo que hacen forma parte del orden natural de las cosas y también de lo que la divinidad estableció como correcto. Se validan entonces también, de algún modo, el matrimonio infantil y la trata. La cultura del respeto a los derechos de las mujeres se ve así debilitada con el perjuicio que eso entraña para la educación al respecto en las nuevas generaciones.
Preocupa igualmente la naturalidad con la que Erdogan está tomando ese tipo de decisiones, ya que esa ligereza, sin duda, alienta a otros sátrapas a emularlo.
Quienes dentro de la comunidad internacional luchan por el respeto a los derechos humanos, la igualdad de género incluida, no pueden pasar por alto el inmenso daño que gobiernos populistas como el de Erdogan están infligiendo con sus políticas misóginas y discriminatorias. Debe haber forma de presionar y sancionar a esa clase de regímenes para que no se salgan con la suya. Tenemos todos esa inmensa responsabilidad.
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